Toni Erdmann resulta ser una de las películas más complejas,
por polifacéticas, que he podido encontrarme en estos últimos años. En efecto,
ocurre que esta obra es capaz de ser al tiempo (y en todos los casos con el
suficiente nivel de excelencia) varias formas de narración, y de reflexión
estética, con pretensiones absolutamente diversas (que no necesariamente
contrapuestas). Que transitan por direcciones completamente diferentes entre
sí. Pero que, al mismo tiempo, se complementan verdaderamente de un modo
notable.
Así, por una parte, en un ostensible primer plano, la trama
de la película consiste en el esfuerzo de un padre por recuperar la relación
con y el afecto de su hija. De este modo, la narración parecería ubicarse –en
una primera aproximación, superficial- en el ámbito genérico de la comedia
romántica (subgénero: comedia familiar).
Pero es que, en segundo lugar, el personaje de Ines (Sandra Hüller) está
perfectamente retratado como representativo de un medio social muy específico:
el de l@s emplead@s, bien pagad@s, pero esclavizad@s, al servicio de las
empresas consultoras multinacionales que llevan a cabo el trabajo más sucio de
reestructuración y represión laboral, allí donde el gran capital planta sus
reales e impone sus reglas de actuación (y también su cultura empresarial, así
como la pretensión de superioridad cultural de sus dirigentes y emplead@s,
ciudadan@s de estados del “Primer Mundo”, de los estados capitalistas más
prósperos, imbuid@s por ello de prejuicios imperialistas…). Y, debido a ello,
el enfrentamiento que la dinámica cómica de la película escenifica viene a
proporcionar una representación aceradamente vívida del funcionamiento (tanto
más descarnado cuanto más alejados están los capitalistas y sus esbirros de las
metrópolis, cuanto mayor es la distancia –y la superioridad- que sienten en
relación con sus sirvientes y emplead@s locales) de las estructuras del poder
económico del gran capital.
De este modo, la comedia que es –de algún modo- Toni Erdmann
constituye un ejercicio de desenmascaramiento: una lúcida representación
(protagonizada por Winfried -Peter Simonischek)
que contribuye de manera decisiva a desvelar la auténtica dinámica social (de
dominación y servidumbre) en la que su hija, así como todos sus jefes,
compañer@s, amig@s, amantes y emplead@s, se hallan embebid@s.
Porque, a la vista de la descripción de la realidad visible
tras el desenmascaramiento, tod@s aquell@s puest@s en evidencia se ven forzados
a reaccionar. Tal es la potencia de la comedia: su aptitud no sólo para revelar
verdades ocultas detrás de los artificios del poder y de las mentiras y excusas
que tod@s nos contamos a nosotr@s mism@s; sino, además, para obligarnos
(obligar a cualquier sujeto moral en su sano juicio) a reaccionar, a
recolocarse, para dejar de hacer el ridículo. Pues nuestra mente es capaz de
aceptar la esclavitud y cualquier otra vileza máxima. Pero no puede sobrellevar
fácilmente, sin embargo, un retrato crudo de nuestras pequeñeces: la
posibilidad de que la autoimagen con la que hayamos de vivir, así como aquella
que proyectamos sobre los otros (y que habitualmente imaginamos complaciente y
amable) resulte ser un ejemplo de miseria moral y de ineptitud. Y que seamos
conscientes de ello.
La comedia, pues, como técnica de conocimiento. (Como
técnica narrativa, pero también como técnica representativa. La comedia que es
–entre otras cosas- Toni Erdmann opera, en efecto, en un doble nivel: narra el
desarrollo de una práctica cómica, la de Winfried, pero igualmente pone en
escena las maneras que adoptan las cómicas interrelaciones de los personajes
que reaccionan, incontenibles, a las acciones de Winfried.) Y la comedia como
herramienta apta para desequilibrar, y poner en cuestión, las estructuras
sociales que resultan más injustificables y llamativamente inicuas.
Ocurre, empero, que Toni Erdmann, que en este sentido opera
–también- como una narración innegablemente política, renuncia, no obsante, a
constituirse en una mera muestra de retórica (ideológica) pretendidamente
salvífica: se niega a transitar por los (falsamente) confortadores caminos
estéticos del “cine social”, con sus retratos simplistas y sus historias
moralizantes y ejemplares. Se niega a colocar a sus espectador@s en la banal
tesitura de dar por buena la posibilidad de que la narración y la
representación cómicas resulten, en verdad, suficientes como para transformar
(políticamente) la realidad social.
Así, después de todo el desvelamiento, después de toda la
recuperación de la lucidez, después de toda la ridiculización, lo cierto es que Ines,
que ahora ya (liberada de sus represiones, capaz de asumir al fin su condición
de esbirro) puede colocarse una dentadura postiza y fingir mohínes cómicos al
modo de su padre, sin embargo, reconoce (en la lucidísima escena final: no hay
nada que decir, basta con una mirada triste y perdida, cuando, en la fiesta
familiar, se queda sola, con su disfraz y su impotencia) que sigue atada al
poder del capital. Que volverá a su puesto de trabajo, a seguir reestructurando
empresas, explotando a trabajador@s y obteniendo rentabilidad para sus amos.
Ahora ya, plenamente consciente –gracias a la comedia experimentada- de su
posición y de su rol sociales. Pero también impotente, parecería, para
cambiarlo…
Es en esta capacidad para no convertir un ejercicio de
politización (a través de recursos estéticos, como se debe, en una obra
narrativa) en historia de salvación o en moralina, en la claridad con la que se
articula una estética de la representación cómica, y también los límites de su
efectividad, donde reside la verdadera excelencia de esta magnífica película.
No es fácil hallar, desde luego, tanta clarividencia y, a la vez, tanta
humildad en muchas obras de arte (y en obras, además, que, como esta, resulten
entretenidas y nada solemnes).