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lunes, 13 de marzo de 2017

Toni Erdmann (Maren Ade, 2016)


Toni Erdmann resulta ser una de las películas más complejas, por polifacéticas, que he podido encontrarme en estos últimos años. En efecto, ocurre que esta obra es capaz de ser al tiempo (y en todos los casos con el suficiente nivel de excelencia) varias formas de narración, y de reflexión estética, con pretensiones absolutamente diversas (que no necesariamente contrapuestas). Que transitan por direcciones completamente diferentes entre sí. Pero que, al mismo tiempo, se complementan verdaderamente de un modo notable.

Así, por una parte, en un ostensible primer plano, la trama de la película consiste en el esfuerzo de un padre por recuperar la relación con y el afecto de su hija. De este modo, la narración parecería ubicarse –en una primera aproximación, superficial- en el ámbito genérico de la comedia romántica (subgénero: comedia familiar).

Pero es que, en segundo lugar, el personaje de Ines (Sandra Hüllerestá perfectamente retratado como representativo de un medio social muy específico: el de l@s emplead@s, bien pagad@s, pero esclavizad@s, al servicio de las empresas consultoras multinacionales que llevan a cabo el trabajo más sucio de reestructuración y represión laboral, allí donde el gran capital planta sus reales e impone sus reglas de actuación (y también su cultura empresarial, así como la pretensión de superioridad cultural de sus dirigentes y emplead@s, ciudadan@s de estados del “Primer Mundo”, de los estados capitalistas más prósperos, imbuid@s por ello de prejuicios imperialistas…). Y, debido a ello, el enfrentamiento que la dinámica cómica de la película escenifica viene a proporcionar una representación aceradamente vívida del funcionamiento (tanto más descarnado cuanto más alejados están los capitalistas y sus esbirros de las metrópolis, cuanto mayor es la distancia –y la superioridad- que sienten en relación con sus sirvientes y emplead@s locales) de las estructuras del poder económico del gran capital.

De este modo, la comedia que es –de algún modo- Toni Erdmann constituye un ejercicio de desenmascaramiento: una lúcida representación (protagonizada por Winfried -Peter Simonischek) que contribuye de manera decisiva a desvelar la auténtica dinámica social (de dominación y servidumbre) en la que su hija, así como todos sus jefes, compañer@s, amig@s, amantes y emplead@s, se hallan embebid@s.

Porque, a la vista de la descripción de la realidad visible tras el desenmascaramiento, tod@s aquell@s puest@s en evidencia se ven forzados a reaccionar. Tal es la potencia de la comedia: su aptitud no sólo para revelar verdades ocultas detrás de los artificios del poder y de las mentiras y excusas que tod@s nos contamos a nosotr@s mism@s; sino, además, para obligarnos (obligar a cualquier sujeto moral en su sano juicio) a reaccionar, a recolocarse, para dejar de hacer el ridículo. Pues nuestra mente es capaz de aceptar la esclavitud y cualquier otra vileza máxima. Pero no puede sobrellevar fácilmente, sin embargo, un retrato crudo de nuestras pequeñeces: la posibilidad de que la autoimagen con la que hayamos de vivir, así como aquella que proyectamos sobre los otros (y que habitualmente imaginamos complaciente y amable) resulte ser un ejemplo de miseria moral y de ineptitud. Y que seamos conscientes de ello.

La comedia, pues, como técnica de conocimiento. (Como técnica narrativa, pero también como técnica representativa. La comedia que es –entre otras cosas- Toni Erdmann opera, en efecto, en un doble nivel: narra el desarrollo de una práctica cómica, la de Winfried, pero igualmente pone en escena las maneras que adoptan las cómicas interrelaciones de los personajes que reaccionan, incontenibles, a las acciones de Winfried.) Y la comedia como herramienta apta para desequilibrar, y poner en cuestión, las estructuras sociales que resultan más injustificables y llamativamente inicuas.

Ocurre, empero, que Toni Erdmann, que en este sentido opera –también- como una narración innegablemente política, renuncia, no obsante, a constituirse en una mera muestra de retórica (ideológica) pretendidamente salvífica: se niega a transitar por los (falsamente) confortadores caminos estéticos del “cine social”, con sus retratos simplistas y sus historias moralizantes y ejemplares. Se niega a colocar a sus espectador@s en la banal tesitura de dar por buena la posibilidad de que la narración y la representación cómicas resulten, en verdad, suficientes como para transformar (políticamente) la realidad social.

Así, después de todo el desvelamiento, después de toda la recuperación de la lucidez, después de toda la ridiculización, lo cierto es que Ines, que ahora ya (liberada de sus represiones, capaz de asumir al fin su condición de esbirro) puede colocarse una dentadura postiza y fingir mohínes cómicos al modo de su padre, sin embargo, reconoce (en la lucidísima escena final: no hay nada que decir, basta con una mirada triste y perdida, cuando, en la fiesta familiar, se queda sola, con su disfraz y su impotencia) que sigue atada al poder del capital. Que volverá a su puesto de trabajo, a seguir reestructurando empresas, explotando a trabajador@s y obteniendo rentabilidad para sus amos. Ahora ya, plenamente consciente –gracias a la comedia experimentada- de su posición y de su rol sociales. Pero también impotente, parecería, para cambiarlo…

Es en esta capacidad para no convertir un ejercicio de politización (a través de recursos estéticos, como se debe, en una obra narrativa) en historia de salvación o en moralina, en la claridad con la que se articula una estética de la representación cómica, y también los límites de su efectividad, donde reside la verdadera excelencia de esta magnífica película. No es fácil hallar, desde luego, tanta clarividencia y, a la vez, tanta humildad en muchas obras de arte (y en obras, además, que, como esta, resulten entretenidas y nada solemnes).




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