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miércoles, 1 de febrero de 2017

La tortue rouge (Michaël Dudok de Wit, 2016)


Producción de Studio Ghibli, La tortue rouge comparte con otras producciones de la compañía (señaladamente, con las magníficas películas de Hayao Miyazaki) su interés por historias que exploren la ambigüedad de la frontera entre fantasía y realidad para abordar de este modo de manera simbólica traumas y retos existenciales universales del ser humano. Pese a ello, es cierto que la textura formal de La tortue rouge apenas posee puntos de contacto -más allá del hecho de que esté efectivamente muy cuidada- con la estética visual característica de la casa, puesto que se decanta más bien por la manipulación de los colores y de las sombras como principal recurso formal, mientras que opta por un dibujo más bien plano (el director ha señalado la influencia sobre él de la ligne claire de la tradición de cómic franco-belga), muy alejado del usual en otras producciones Ghibli. Y, del mismo modo, su historia resulta comparativamente muy sobria, ya que, pese a sus toques fantásticos, se decanta claramente por dar prioridad al componente realista (bien que tratado de manera abiertamente poética) sobre aquellos.

Así, lo que al cabo resulta ser la narración de la película es un cántico a lo esencial de lo humano: a que vivir una vida que merezca ser vivida es, ante todo y sobre todo, para los individuos de la especie humana, convivir con congéneres que otorguen a nuestra vida un sentido (en realidad, inexistente). Que, si la convivencia merece la pena, entonces las condiciones materiales, por muy penosas que objetivamente resulten, se vuelven soportables. Y que apenas a nada más podemos aspirar que resulte realista: quimeras, parecería decirnos La tortue rouge, son en verdad todas nuestras demás pretensiones.

Una tesis quizá algo exagerada (al fin y al cabo, además de convivir y de disfrutar de la convivencia, cuando tenemos esto garantizado, a los seres humanos nos gusta emprender otras empresas, disfrutamos intentándolo al menos), pero con granos innegables de verdad. Y, en todo caso, narrada de un manera tan lenta, silenciosa y bella que nos fuerza a volver nuestra mirada hacia esa verdad (parcial), tantas veces ocultada por la hojarasca de nuestra vanidad y por el ruido ambiental que las sociedades producen, acaso para dificultarnos que la veamos y apreciemos.




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