La última película dirigida por Hayao Miyazaki no posee, prácticamente, ninguna derivación fantástica, como ha venido siendo usual en su cine: se trata, en efecto, en principio de un biopic, más o menos convencional, acerca de la trayectoria de Jiro Horikoshi, el ingeniero que diseñó algunos de los más importantes aviones de combate japoneses que actuaron durante la segunda guerra mundial.
Acaso por ello, debido a esta (aparente) ausencia de la fantasía, resulta más fácil percibir en la película lo que en realidad -con fantasía o sin ella- ha constituido siempre lo más esencial (lo más poético) en el cine de Miyazaki: su capacidad para mostrar (a través de un espléndido manejo de los recursos propios del cine de animación) la manera en la que los seres humanos se encuentran, lo quieran o no, insertos plenamente en el medio natural; al que, desde luego, manipulan o intentan manipular, pero que también son presionados y movidos por él.
Así, de un modo aquí más desnudo que nunca, la materia y su relación con el ser humano se constituye en la protagonista verdadera de la película. Esa materia que Horikoshi intenta someter a su control. Mas esa materia también que le (nos) rodea por todas partes: esa hierba en movimiento, esos árboles, esos pájaros, las nubes,... Todo lo que, en las películas de Miyazaki resulta siempre decisivo, porque es lo que se concentra la atención del/a espectador(a) (porque los planos están compuestos justamente para obtener tal efecto atencional).
De este modo, el trasfondo de la trama narrada (la gesta de Horikoshi) se constituye, más que nunca, en un mero motivo, en el sentido musical del término: en una figura (aquí, dramática) que permite aparentemente unificar la narración. Una narración que, sin embargo, en realidad versa más bien sobre lo que las convenciones narrativas nos dicen que deberíamos considerar únicamente como trasfondo. Y que, en el cine de Miyazaki (no estamos, pues, verdaderamente ante un biopic al uso), nunca es tan sólo eso.