Debido a su esencial ambigüedad, una película como Max et les ferrailleurs puede ser vista y analizada desde varios puntos de vista diferentes (que no necesariamente contradictorios), todos ellos pertinentes.
Es posible desde luego, en primer lugar, contemplarla como una mera variación (alambicada y manierista, cuando menos en el plano argumental) del género del "polar" (policíaco), que la cinematografía francesa venía transitando, desde finales de los años cuarenta del pasado siglo, y sobre todo durante las décadas de los cincuenta y sesenta. Desde este punto de vista (de la historia de un género), Max et les ferrailleurs resultaría ser principalmente una obra cuasi-epigonal.
Pero, en segundo lugar, es posible también, me parece, ver la película de otros modos: como una alteración significativa, como una radicalización notoria del género(de lo que, entre otros, el propio Claude Sautet había ensayado ya, en la década anterior: en Classe tous risques). Radicalización, al menos en un triple sentido:
- Primero, porque en ella el crimen no posee ya el significado que había venido teniendo en anteriores muestras del género. Ya no se trata de solidaridad de clase o grupo, o de conflicto social, pero tampoco de maldad o de sinsentido metafísico. Aquí, la policía se ha convertido en parte esencial de la explicación causal de la dinámica delictiva. Los delincuentes (esos chatarreros embarcados, de mala manera, en un absurdo proyecto de atraco bancario) son seres ingenuos, arteramente manipulados por poderes que actúan en la sombra, con fines apenas confesables (apuntarse un tanto ante sus superiores y ante la opinión pública, demostrar su poderío,...). El delito como producto social, sí, pero en el sentido más directamente -y recusablemente- infame: pura entelequia, pura creación artificiosa desde el poder, pura manipulación de los sectores más marginales de las clases populares al servicio de proyectos de poder (de la pura voluntad de poder, en realidad).
- Segundo, porque la narración adquiere en esta película, de manera muy notable (en comparación con lo que venía siendo las convenciones del género), una estilización particular. En efecto, los ejercicios de iluminación y la composición de planos cerrados (muy particularmente en las escenas que transcurren entre Max -Michel Piccoli- y Lily -Romy Schneider-, pero también en aquellas en las que los miembros de la banda discuten entre sí, o en las que Max se enfrenta a su jefe o a sus compañeros) concentran la atención de la narración no tanto en la acción (por lo demás, banal), o en los personajes, como era tradición, cuanto más bien en el aherrojamiento al que las situaciones dramáticas arrojan a los personajes. De este modo, se narra más bien -porque se enfatiza sobre todo- un estado de ánimo (introspectivo, fatalista) que un curso de acontecimientos. En este sentido, nos hallamos ya, pues, ante una película policíaca eminentemente manierista.
- Por último, puede ser acaso que realmente nos hallemos ante una narración centrada no tanto en la historia de manipulación, poder, amor y traición que aparenta ser, cuanto en la elaboración en términos narrativos de una temática eminentemente metafísica (ética): precisamente, la de la confusión de las moralidades, la del imperio ineluctable de la amoralidad. En este sentido, en efecto, la figura de Max aparece como la de un auténtico demonio, tentador. Sólo que, al tiempo, también muy humano, en sus pasiones, anhelos y debilidades. De manera que lo que cabe concluir, desde este punto de vista, es que lo que triunfa en el mundo social de nuestros días (¿en el humano mundo social siempre?) es, precisamente, la carencia de cualquier sentido, ético o existencial; el puro capricho, arbitrio azaroso, injusto casi siempre. Con resultados trágicos, para todos los agentes (aunque, tal vez, con beneficios innegables para el orden social y para los beneficiarios de su mantenimiento).
Una película, pues, diferente, en todo caso: un thriller estilizado, subversivo, formalista, metafísico,... Una rareza, digna de revisión, y de reflexión.