Este tercer largometraje de Claude Chabrol constituye, a mi entender, una rareza, merecedora de alguna atención. En efecto, confluyen en esta película tres tendencias estéticas, que se combinan en ella de un modo inevitablemente inestable, dando lugar a los patentes desequilibrios, pero también a las -siempre interesantes- oquedades y ambigüedades de sentido, que su manera de formalizar la narración de esta trama de infidelidad conyugal e inestabilidad familiar conlleva. Así:
- Por una parte, la película constituye una primera (aún irregular en sus resultados) aproximación al retrato, que Chabrol ensayaría una y otra vez a lo largo de su obra, de la hipocresía y de las relaciones de poder y de violencia inherentes al modelo de familia burguesa (que es algo más que una familia nuclear: es una familia nuclear que administra en común un patrimonio, que le dota de su razón de ser).
- Constituye también, en segundo lugar, un ejercicio (no inhabitual en el cine de la época, tanto en el francés como en el británico o el norteamericano) de narración de una situación dramática de huis clos. Situación esta -de encierro de los personajes en práctica unidad de acción, lugar y tiempo- que, por influencia teatral, se pensaba propicia al desarrollo de enfrentamientos entre personajes y a la creación de situaciones de revelación de la verdad subyacente a los mismos. Es éste, no obstante, probablemente el aspecto de la película que más ha envejecido, por su tendencia a la retórica melodramática y a la palabrería un tanto engolada. (Al cabo, es evidente, À double tour no es -digamos- Baby doll o The misfits.)
- Pero acaso lo más interesante de la película (cuando menos, lo que más me ha interesado a mí) sea el estilo visual elegido por Chabrol para formalizar la narración. Y es que, en efecto, se trata de un estilo notoriamente llamativo: la selección de las perspectivas desde las que componer los planos (con algunas notoriamente inusuales: a vista de pájaro, por ejemplo) y el estilo de montaje -la descomposición de las escenas en numerosos planos- empleado (especialmente en las escenas más relevantes desde el punto de vista dramático) llaman particularmente la atención. De hecho, mi primera reacción, al ver la película, fue acordarme de Vertigo (1958) y, en general, del estilo formalista y alambicado desarrollado por Alfred Hitchcock (tan admirado, como es sabido, por los directores de la nouvelle vague francesa procedentes de Cahiers du Cinéma). que me parece enormemente influyente en las formas adoptadas.
La cuestión, por supuesto, es que -a diferencia de lo que ocurre en el cine de Hitchcock- existe en este caso una evidente inadecuación entre forma audiovisual e historia narrada. Parece, así, que nos hallásemos ante un auténtico ensayo, en el doble sentido de este ambiguo término: prueba y experimento (aquí, de la potencialidad expresiva de recursos formales que el director admiraba y estaba empezando a dominar), pero también obra que desarrolla y evalúa una idea (aquí, estética, acerca cómo debe ser el cine).
En todo caso, es la observación de esas ambigüedades y contradicciones, de los tientos, y también de los fracasos, que Chabrol ensaya y obtiene, los que hacen que contemplar una película como À double tour (obra que, en sí misma considerada, resulta fallida) sea interesante.