Esta segunda película de Pablo Larraín resulta ser un ejemplo característico de una cierta tendencia en el "cine de autor" contemporáneo, más bien digna de lamentación que otra cosa: la tendencia hacia la retórica miserabilista, tanto en el plano temático como en el formal. (Por fortuna, parece que el director ha superado esta tentación en películas posteriores, como No (2012) o El Club (2015), ambas comentadas anteriormente en este Blog, y mucho más estimables, en mi opinión.)
En efecto, resulta particularmente llamativo, en primer lugar, el hecho de que, por lo que hace a la historia narrada, lo cierto es que la combinación que la trama contiene de un personaje de clase humilde que sublima sus frustraciones a través de una fantasía de fama y reconocimiento social, sus tendencias psicopáticas -se supone- hacia un empleo desinhibido de la violencia para lograr sus fines y la ambientación en un grupo disfuncional de personajes tan humildes y frustrados como él mismo, en el contexto de los años de plomo de la dictadura militar, es absolutamente artificiosa: una combinación hecha a medida, para transmitir una sensación ambiental de ahogo y violencia soterrada, que explicaría/ enmarcaría (¿justificaría?) el comportamiento individual del personaje de Raúl (Alfredo Castro). Sin embargo, la ausencia de cualquier análisis en profundidad de dicho contexto o, tampoco, del psiquismo profundo de ninguno de los personajes, hace que dicha ambientación aparezca mayormente como caprichosa, como retórica. Apenas llega, por ello (al menos, a mí no me llega), a impresionar o a convencer de que esté representando algo emparentado con la realidad.
En última instancia, se trata de que la retórica narrativa de la historia (de los personajes y de su ambientación) da por supuesta la complicidad del/la espectador(a) del "cine de autor". Del/la peor de dich@s espectador@s, diría yo: aquél o aquella que se complace en contemplar, desde su cómoda posición en el mundo, con mirada de conmiseración (paternalista, en suma) a las humildes criaturas que penan y se agitan, impotentes, en las narraciones que un narrador cómplice (del/la espectador(a): de quien ostenta, en este caso, la hegemonía ideológica) pone a su disposición, para su solaz. Para marcar así su distinción.
Esta actitud se traslada igualmente al plano formal. Porque, del mismo modo, en este aspecto Tony Manero usa y abusa de la retórica del "cine de autor" más convencional: iluminación apagada, textura y granulado intencionalmente "bastos" de las imágenes, planos cortos, pocos diálogos, sonido diegético sin apenas música extradiegética,... Tópicos, pues.
La cuestión, por supuesto, es que una película realizada ateniéndose a todos los tópicos formales más manidos del mercado cultural en el que pretende introducirse, y sobre un tema construido y seleccionado de manera artificiosa, en atención al efecto de distinción que permite experimentar al sector espectatorial al que va dirigido, no puede ser más que una cosa: una obra de arte vacua. Carente de interés, por ello, más allá del superficial impacto que algunas de imágenes pueda producir en el momento de su recepción (para disiparse en el olvido, sin apenas dejar huella, luego).
Hay que felicitarse, pues, de que Pablo Larraín no haya continuado por este camino (que gratifica los egos y que puede producir buenos réditos comerciales, si el director en cuestión sabe instalarse adecuadamente en el nicho de mercado correspondiente, pero que, en último extremo, resulta) tan fútil.