Demonlover tiene que ser vista, ante todo y sobre todo, como un diagnóstico, como un manifiesto, como una llamada de atención. Como un diagnóstico (impresionista) acerca de un estado de cosas. O, mejor aún, de un estado mental (cultural).
En Demonlover, en efecto, Olivier Assayas adopta las maneras estilísticas del cine de intriga criminal: una intriga que, además, es puesta en forma audiovisual recurriendo a esa cierta retórica de lo moderno y de lo tecnológico, que aparece fascinada por los colores fríos, por el vidrio, por el acero, por las imágenes nocturnas, por las pantallas, por lo digital,...
Nada más lejos, sin embargo, en realidad que Demonlover de constituirse en un ejemplo característico de la estética cyberpunk (como, en cambio, sí que podrían considerarse tales -de maneras diferentes entre sí- películas como Strange days -Kathryn Bigelow, 1995- o la serie de películas de The Matrix -Lawrence Wachowski/ Andy Wachowski, 1999-2003- o, sin adscribirse plenamente, también las películas de Michael Mann, hondamente influidas por dicha estética). Pues lo que en el cyberpunk es fascinación por las transformaciones, en la película que hoy comento se convierte en un retrato amargo de los fantasmas -mentales y culturales- a los que dicha fascinación da lugar.
Así, hallamos en la narración personajes enredados en las luchas por el poder dentro del mercado (aquí, el mercado de la producción audiovisual, de imágenes obscenas -pornográficas y violentas- distribuidas a través de internet): ejecutiv@s de grandes empresas, negociando, presionándose, chantajeándose,... Viviendo sus vidas frenéticas, aceleradas herramientas humanas, al servicio de la expansión del poder de las empresas para las que trabajan (y que generosamente les retribuyen y reconocen... exigiéndoles a cambio la entrega de su completa persona a su servicio), con el fin de generar nuevos niveles de rentabilidad y de beneficios (para esos accionistas -los grandes capitalistas- que, de modo revelador, no son personajes de la trama, permanecen ocultos).
Pero la clave de la narración en Demonlover estriba en que, en realidad, es@s mism@s ejecutiv@s que aparentan dirigir las corporaciones se hallan también radicalmente fascinados por las imágenes del poder, son sus adorador@s. De manera que no pueden por menos que dejarse seducir por la tentación de contemplar, desde sus sitiales de poder, la práctica de la violencia (sexual o no, tanto da) en las imágenes que venden. Son, pues, como esos traficantes de drogas enganchados por la adicción a su propio producto: venden la oportunidad de contemplar (sin riesgo -físico, que no moral- aparente) escenas de dominación y de violencia, pero ell@s mism@s se convierten igualmente en sus propios clientes. Porque ell@s mism@s se revelan incapaces de distinguir con claridad entre las fantasías que venden (fantasías de poder, en último extremo) y la realidad, humana, de la degradación, la explotación y el dolor que existe detrás de dichas imágenes. Y acabarán abducid@s, atrapad@s, por tanta inhumanidad: no se puede manejar la mierda y pretender no mancharse, parece querer decirnos la historia...
Las relaciones humanas, pues, vistas, en el marco de la dominación del gran capital en las condiciones culturales de posmodernidad y de proliferación semiótica, como un espectáculo sadomasoquista deshumanizado (puesto que, obviamente, no siempre el sadomasoquismo -el real, el sexual- tiene por qué serlo): fascinador, por su irrealidad, pero peligroso también, precisamente por ello. Que atrapa y deglute, en primer lugar, a sus principales servidores y grandes sacerdotes (sacerdotisas). Que corre un tupido velo sobre la realidad y, entonces, deja a l@s adorador@s de ese gran Baal inermes, extraviad@s, incapaces de ir más allá de sus fantasías pueriles, manoteando en la vana esperanza de asir fantasmáticas imágenes de aquello que no existe (y que, además, sustituye a una realidad mucho más banal, pero también más humana, y plena de sufrimiento).