En el cine de Todd Haynes, en el principio está, siempre, la mirada. La mirada, desde luego, de los personajes, que expresa sus anhelos y deseos. Pero, sobre todo, la mirada que la narración, apasionada al tiempo que despiadada, arroja sobre sus vicisitudes y su destino.
Planos que retratan, distantes, los caminos (de conocimiento, de deseo y de desgracia) de sus personajes. Que les muestran casi siempre detrás de cristales, a través de marcos de ventanas, en planos generales, en los que sus figuras, siempre reconocibles, aparecen extraviadas entre la multitud. Suaves panorámicas que siguen, siempre distantes, su trayectoria...
Y nada es casual, en este estilo de formalización audiovisual de la narración. Porque se trata de mostrar a personajes que, en el fondo, se hallan radicalmente aherrojados. De mostrarles dentro de su jaula.
Aquí, en Carol, las dos amantes recorren la ciudad, recorren el país, sumergidas en su túnel: el túnel en el que el deseo y la pasión hacen que l@s enamorad@s tiendan siempre a olvidar que no habitan solas -como sería su deseo- en este mundo. Que, al contrario, la pasión transcurre siempre en un medio (y entre unas personas) que se hallan enredadas -el uno y las otras- en relaciones, casi siempre de interés y/o de poder. Y que el poder no descansa, ni permite impunemente que las pasiones imperen: a veces cede, pero sólo para volver con más fuerza, a pretender imponer su dominio. Dominio en el que, casi siempre, la pasión acaba por perder.
Todo esto está perfectamente retratado en ese cuento navideño (triste, realista, contemporáneo) que resulta ser Carol. Therese (Rooney Mara) y Carol (Cate Blanchett) se ven, se atraen, se enamoran. Cada una de ellas abandona un entorno social decepcionante, para entregarse a su mutua pasión. La cámara les sigue -siempre en la distancia- en su periplo amoroso: en ese momento en el que todo en la persona amada resulta merecedor del deseo y de la admiración extasiada; ese momento en el que el sexo apenas importa, es mera culminación, apenas importante, porque el éxtasis amoroso persiste en todo momento...
Pero, por supuesto, el túnel de deseo y éxtasis en el que las amantes viven es sólo eso, un paraíso artificial. Porque la narración es contundente, en la manera en que los planos están compuestos: viviendo su amor como sonámbulas, ignorando el medio social que las rodea. (Aquí: sexista y homofóbico. Mas, en el fondo, las específicas circunstancias históricas apenas resultan importantes para la historia, salvo como pretexto dramático para construir la trama. Puesto que, de uno u otro modo,. el poder siempre se impone sobre la pasión, aun en las sociedades que se dicen más liberadas y liberales, que admiten la lujuria, pero apenas aquello que las desordena y las pone en cuestión...) Rodeadas, sin embargo, de relaciones de dominación y de ideologías que las legitiman. Que parecería que han de acabar por imponerse.
¿O no? El final, abierto, de la película podría concebirse como un canto a la esperanza. Ambiguo, sin duda alguna: si Carol y Therese tienen algún futuro juntas, será como marginadas. Y quién sabe cuánto serán capaces de resistir, en tal condición.
Lo más importante, desde el punto de vista estético: que todo ello es narrado con pulso poderoso por el director, sin engolar la voz (narrativa) y dejando que la composición visual de la historia cumpla perfectamente con su cometido. Puesto que el poder es una cuestión de mirada (de quién mira a quién y desde qué posición), como lo es el deseo, desvelar ambos ha de ser siempre, también (en una obra de arte), un efecto visual. Algo que no tantas veces l@s director@s que pretenden narrarnos historias potentes- como esta lo es- tienen suficientemente en cuenta, a la hora de planificar la formalización de las mismas. En su encomiable preocupación por la forma (pero por una forma que posee siempre un sentido narrativo, significativo), Todd Haynes sigue siendo un ejemplo.
Como lo es, por lo demás, igualmente en el tratamiento de los espacios de la narración. Pues, siendo el suyo un cine que podría parecer -en una mirada superficial- puramente historicista, sin embargo, resulta serlo verdaderamente, pero más bien en el sentido más profundo del término: como desvelamiento. En efecto, las películas de Todd Haynes no transcurren en el pasado (en esos años cuarenta o cincuenta del pasado siglo, en los Estados Unidos) por casualidad. Hay, al contrario, relevantes razones para dicha elección: razones políticas, pero también estéticas. Estéticas, por cuanto que es sabido que aquellas décadas fueron retratadas, en su momento (aunque, en realidad, con muchas más aristas de las que a primera vista pudiera pensarse: recuérdese ejemplos paradigmáticos de un cine anguloso y, en el fondo, siniestro, como la obra completa de Douglas Sirk o la parte más afín al melodrama del cine de Vincente Minnelli, Delmer Daves o Elia Kazan), como las de la conformidad. Como, por cierto, mayormente han seguido siéndolo con posterioridad, de modo retrospectivo, en el cine contemporáneo. En cambio, Haynes procede a desvelar (al igual que ensayase ya en Far from heaven -2002) las fracturas que aquella representación pretendidamente sin aristas en realidad tenía. Se esfuerza, pues, en utilizar algunos de los códigos semióticos propios del cine de la época, para, en inextricable mixtura con los estilemas contemporáneos, proceder a volver transparente la forma de aquella representación.
Pero, por supuesto, una puesta en cuestión tan radical desde el punto de vista estético posee también, inevitablemente, implicaciones políticas. Porque, al fin y al cabo, la representación es siempre (por lo que revela y también por lo que oculta) un acto de poder. Y hacer transparente un modo de representación implica también dejar ver lo que éste ocultaba: aquí, las relaciones de poder y de dominación, la opresión y el sacrificio humano, la pérdida de pasiones y de felicidad, el extravío de existencias, que unas relaciones asentadas de dominación (de clase, de género y de orientación sexual) conllevan. Haciendo que sólo en los márgenes, con mucho sufrimiento y en lo oculto, la libertad de quienes se sienten diferentes sea capaz de aflorar.
Cine, pues, histórico, en el sentido más noble (no en el habitual, adocenado) de la expresión. Y, precisamente por ello, también un cine radicalmente contemporáneo: porque es indudable que buena parte de la mejor teoría crítica ha sido desarrollada, en la historia del pensamiento, a contrapelo, a través de la crítica de las ideologías asentadas y tomando por objeto de consideración, y de revisión, la historia. Y, en todo caso, para obtener con ello enseñanzas para el presente. Enseñanzas, revelaciones, que también el cine de Todd Haynes nos proporciona siempre: porque, en el fondo, aun cambiando los patrones de dominación (como lúcidamente apreciase Pier Paolo Pasolini, hoy la dominación se disfraza de tolerancia y de liberalismo), también aquí y ahora hay vidas extraviadas, pasiones reprimidas, posibilidades de plenitud de la existencia humana que son orilladas, dolorosamente orilladas, detrás de una pantalla del más ominoso silencio. Recordarnos este hecho, una y otra vez, no es el menor de los méritos de cineastas como él.