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lunes, 23 de noviembre de 2015

Juan Mayorga: Reikiavik


Reikiavik dice versar sobre un famoso episodio de la historia del ajedrez, sobre el enfrentamiento en la capital islandesa entre Boris Spasski y Bobby Fischer por el campeonato del mundo del deporte en 1972. Y, sin embargo, aun siendo cierto en alguna medida, nada más lejano en realidad de la auténtica relevancia de la obra, que no tiene tanto que ver con el ajedrez como con las maneras en las que los seres humanos intentamos dotar de algún sentido a nuestras atribuladas y perecederas existencias.

En efecto, la construcción dramática de Reikiavik se apoya fundamentalmente en la estructura de la mise en abyme: dos personas que reconstruyen la historia (elegida, al parecer, de manera casual, simplemente porque cayó en sus manos... y porque ambos han concordado en que les parece apasionante, y en que llena sus vidas) que experimentaron Spasski y Fischer, antes, durante y después del campeonato, y que para ello no dudan en encarnar los roles de dichas personas (personajes). Pero que, además, en plena autoconsciencia, se intercambian libremente dichos roles. Y que también entran y salen de ellos (para volver a ser "ellos mismos": es decir, para ser los personajes "originales" de la obra, esos Waterloo -César Sarachu- y Bailén -Daniel Albaladejo) con agilidad y libertad, para observarlos, y comentarlos, desde fuera.

Todo este artificio dramático pretende servir, en el fondo, para fundamentar la tesis de la obra, que -esta sí- tiene mucho que ver con el ajedrez. O, más que con el juego mismo, con su concepto de tal (a este respecto, el locus classicus teórico es el ensayo Homo ludens que Johan Huizinga publicó en 1938): que, al igual que ocurre en el juego, la existencia humana es un curso de acción regulado por reglas, dentro de las cuales han de desenvolverse las alternativas de actuación que cada un@ de nosotr@s elige. De manera que, ciertamente, nos es dado elegir entre diferentes roles, mas nunca podemos inventar roles completamente nuevos, ya que para ello las reglas nos imponen limitaciones. Y que no parece haber nada más (dotado de sentido): tan sólo esa capacidad, tan humana, para inventar, encarnar y rememorar historias y personajes.

No me cabe la menor duda de que esta concepción de la existencia humana es completamente acertada: de hecho, si alguna duda pudiese en principio caber (y, desde luego, la tradicional antropología filosófica occidental se viene oponiendo, ya desde Platón, a esta forma de concebir al ser humano), las investigaciones contemporáneas en el ámbito de las ciencias cognitivas vienen a disiparlas, y a confirmarnos que, efectivamente, las cosas son así.

Me pregunto, sin embargo, si ello -la exactitud de su base temática- permite justificar una obra como Reikiavik. Que -conviene no olvidarlo- no es un tratado de filosofía ni es un ensayo, sino que es y pretende ser una obra de arte. Pues ocurre que la construcción dramática empleada (al menos, en la manera en la que es presentada en las representaciones que ha dirigido el propio autor) apenas permite avanzar, en el conocimiento del tema abordado, mucho más allá de esa primera impresión. Es decir, tengo mis dudas de que el/la espectador(a) pueda, merced a la forma dramática empleada, profundizar en esa peculiar característica humana, su capacidad de fabulación, de adoptar máscaras, y todo el significado que ello posee para nuestra especie y nuestra sociedad.

Acaso la comparación sea injusta, pero, cuando pienso en obras de temática similar, pienso en seguida en Samuel Beckett y en la profundidad que alcanzan sus exploraciones dramáticas de la condición humana (y también, justamente, de las mismas características -la narratividad y la personificación- que son tratadas en Reikiavik)... y comprendo aún mejor que, en este sentido, es preciso ver, me parece, Reikiavik como una obra fallida (por más entretenida y curiosa que resulte).


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