Leía el otro día un reportaje acerca de la manera en la que varios ayuntamientos vascos, gobernados por partidos de diferente signo, han cambiado su dinámica interna a partir del cese de la actividad armada de ETA. Se señala en el mismo cómo ahora la convivencia y la discrepancia política entre partidos se ha normalizado: subsiste el enfrentamiento de puntos de vista, sobre el presente y sobre el traumático pasado de violencia, pero, a cambio, existe el diálogo, bien es cierto que partiendo cada parte de narrativas radicalmente enfrentadas (esquematizando: lo que para un@s fue una historia de "terroristas totalitarios" frente a defensores del Estado democrático, para otr@s fue una historia de enfrentamiento entre dos organizaciones políticas armadas -el Estado español y ETA- en pro de sus respectivos objetivos políticos).
La pregunta que, por supuesto, subyace al reportaje es la de cómo puede resultar posible el paso lógicamente siguiente, que sería el que todos los bandos aceptasen el hecho de que ciertas formas de violencia política son, tanto desde el punto de vista moral como desde el propiamente político, inaceptables, y reprochables, vengan de quien vengan.
En este sentido, a mí me resulta obvio cómo se debería dar ese paso, cuál debería ser su contenido. Y es que, desde un enfoque de derechos humanos, cabe hacer, me parece, una distinción importante entre dos formas diferentes de violencia empleadas por el Estado español contra ETA y su "entorno", de una parte, y dos formas diferentes de violencia ejercidas por ETA, de otra. Y pienso que tal distinción, indiscutiblemente relevante desde un punto de vista moral, podría y debería ser hecha valer, en el plano político, como base de posibles avances en el proceso de reconciliación social pos-conflicto en el Euskadi (y en otras partes).
En efecto, como es sabido, el núcleo de la discrepancia entre los bandos acerca de la narrativa más adecuada para formular la naturaleza de la violencia política en el País Vasco desde 1978 (dejemos de lado la etapa anterior, demasiado lejana ya y menos problemática) hasta 2011 estriba, en el fondo, en si se trató de un conflicto armado interno (tesis de ETA y del movimiento abertzale) o bien de un fenómeno -aunque político- esencialmente delincuencial (tesis del Estado español y de los restantes partidos políticos). De manera que, si se tratase de lo primero, las acciones armadas de ETA serían parte de las hostilidades, mientras que, si se tratase de lo segundo, serían meros delitos. Y de manera también que, si se trató de un conflicto armado, la represión penal por parte del Estado español acaso podría -así reza el discurso- resultar menos legítima, mientras que, si se trató de un fenómeno delincuencial, lo fue en todo caso.
Cabría matizar algunas de las argumentaciones de los anteriores discursos, desde un punto de vista jurídico. (Así, en concreto, resulta harto dudoso que el Derecho internacional prohíba, por el hecho de que exista un conflicto armado interno, el recurso por parte del Estado a la represión penal.) Pero, en todo caso, no es eso lo que ahora me interesa. Por el contrario, lo que quisiera destacar más bien es que, sin necesidad de tomar partido entre estas dos narrativas enfrentadas, existen puntos de confluencia, que deberían ser aceptados por los dos bandos, si es que en verdad están tan comprometidos ahora con un enfoque de derechos humanos como retóricamente proclaman.
Tales puntos de confluencia pueden ser hallados, precisamente, en el respeto al Derecho internacional de los derechos humanos (que hasta el más abertzale más extremista aceptará, imagino, que rige también para el conflicto vasco, como igualmente hasta el nacionalista español más radical admitirá que tiene vigencia directa en todo el territorio del Estado español -arts. 10.2 y 96.1 CE). Y es que, con independencia de la naturaleza jurídica que se pretenda otorgar a la violencia política del País Vasco en el pasado, lo cierto es que, si se argumenta con seriedad, no cabe discutir, desde ninguno de los dos bandos, que siempre y en todo caso hayan estado vigentes, aun en el peor de los casos (esto es, incluso quien rechace que haya razones para obedecer al ordenamiento jurídico español) las disposiciones del Derecho internacional de los derechos humanos que son aquí relevantes.
En particular, quiero llamar la atención sobre el contenido del art. 3 Común de los Convenios de Ginebra, que establece las obligaciones de derechos humanos de las partes de un conflicto armado interno en relación con la población no combatiente. En dicho precepto se establece la prohibición absoluta de ataques a la vida y a la integridad corporal de dicha población, así como la toma de rehenes y la ejecución de prisioneros sin juicio.
Si, entonces, complementamos el contenido de esta disposición con lo dispuesto a su vez por la Convención contra la Tortura y por la normativa aprobada en el sistema de Naciones Unidas sobre comportamiento policial (Código de Conducta para Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley y Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego por los Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley), tenemos ya cerrado el círculo. En efecto, sobre la base de las normas acabadas de mencionar, es posible (y, en este caso, conveniente, siquiera sea a los efectos de volver viable un avance en la reconciliación social pos-conflicto) diferenciar entre dos clases de violencia ejercidas por ETA y también entre dos clases de violencia ejercidas por el Estado español, durante las décadas de violencia política en el País Vasco:
- En el caso de ETA y del movimiento abertzale, aun quienes sigan manteniendo la legitimidad de la lucha armada como medio para conseguir sus objetivos políticos nacionalistas e independentistas, deberían, pese a ello, aceptar que no cualquier violencia armada puede llegar a aceptarse. Y que, en concreto, la violencia que ETA ejerció contra civiles (líderes políticos, periodistas, etc.) era, en todo caso, no sólo moralmente injustificable, sino también contraria al Derecho internacional.
- En el caso del Estado y de los restantes partidos políticos vascos y españoles que defienden la legitimidad de la represión penal de las actuaciones de ETA y de su "entorno", debería ser posible, si se acepta de verdad el enfoque de derechos humanos, distinguir entre condenas penales proporcionadas, a través de un juicio justo, de actos violentos (o de colaboración con la violencia) y otras formas de represión, no sólo moralmente ilegítima, sino también contraria al Derecho internacional de los derechos humanos. Me estoy refiriendo, por supuesto, a fenómenos como: la tortura policial, el uso excesivo de la fuerza (a veces, con resultado de muerte) contra protestas y manifestaciones o en la práctica de detenciones, la represión de la mera disidencia ideológica o de la libertad de expresión (cierre de medios de comunicación, etc.), los juicios sin garantías (sin pruebas suficientes, con base exclusivamente en informes de inteligencia policial) o la creación de grupos paramilitares.
Es decir: desde una perspectiva de derechos humanos, es posible seguir discrepando sobre la legitimidad de la actividad armada de ETA en contra el Estado español (de sus fuerzas militares y policiales) y sobre la represión penal por parte del Estado de dicha actividad armada. Y, sin embargo, concordar en que otras formas de violencia, asociadas al conflicto, pero que o bien han ido dirigidas contra civiles, o bien no han respetado los límites impuestos a la práctica de la violencia -incluida la violencia estatal- por el Derecho internacional de los derechos humanos, han de ser valoradas como inaceptables moralmente y como ilegales desde el punto jurídico (y, por consiguiente, generadoras de responsabilidad, y de obligaciones, en relación con las víctimas, de verdad, justicia y reparación).
Es posible, pues, avanzar, en la confluencia de las narrativas en torno a la violencia política en Euskadi. Si, y sólo si, de verdad todas las partes están dispuestas a asumir efectivamente el enfoque de derechos humanos, a hacerlo suyo y a aplicarlo al problema. Si esto fuera así, entonces ambos bandos deberían estar dispuestos a reconocer públicamente su responsabilidad por parte de la violencia ocasionada, la más ilegítima. Y a actuar en consecuencia.
Hoy por hoy, a la vista de la absoluta -y lamentable- parálisis de los partidos políticos de ámbito estatal en relación con la evolución del proceso de paz en el País Vasco, todo lo anterior puede sonar a especulación de ciencia-ficción. Y, sin embargo, no creo que haya muchas más alternativas, si es que el cese de la violencia de ETA ha de conducir a una efectiva normalidad social pos-conflicto, y no tan sólo a la congelación indefinida de la situación (y a la insatisfacción perpetua de las víctimas). Aquí, como en todos los conflictos, los derechos humanos importan, han de importar. Por razones morales, desde luego (las víctimas de abusos de derechos humanos merecen una respuesta adecuada por parte de la sociedad y del estado). Pero también -y esto es lo que hoy deseaba más destacar- porque sólo atendiendo a las cuestiones de derechos humanos, y adoptando para ello un auténtico enfoque de derechos humanos, una política de reconciliación se vuelve efectivamente posible.
(Para el caso del Estado español -no para el de ETA-, el Grupo de Estudios de Política Criminal publicó, en 2013, un documento con propuestas concretas para hacer valer, al fin, las obligaciones de derechos humanos en la reforma de la legislación antiterrorista y en su aplicación, tras el cese de la actividad armada de ETA: puede verse aquí.)
Hoy por hoy, a la vista de la absoluta -y lamentable- parálisis de los partidos políticos de ámbito estatal en relación con la evolución del proceso de paz en el País Vasco, todo lo anterior puede sonar a especulación de ciencia-ficción. Y, sin embargo, no creo que haya muchas más alternativas, si es que el cese de la violencia de ETA ha de conducir a una efectiva normalidad social pos-conflicto, y no tan sólo a la congelación indefinida de la situación (y a la insatisfacción perpetua de las víctimas). Aquí, como en todos los conflictos, los derechos humanos importan, han de importar. Por razones morales, desde luego (las víctimas de abusos de derechos humanos merecen una respuesta adecuada por parte de la sociedad y del estado). Pero también -y esto es lo que hoy deseaba más destacar- porque sólo atendiendo a las cuestiones de derechos humanos, y adoptando para ello un auténtico enfoque de derechos humanos, una política de reconciliación se vuelve efectivamente posible.
(Para el caso del Estado español -no para el de ETA-, el Grupo de Estudios de Política Criminal publicó, en 2013, un documento con propuestas concretas para hacer valer, al fin, las obligaciones de derechos humanos en la reforma de la legislación antiterrorista y en su aplicación, tras el cese de la actividad armada de ETA: puede verse aquí.)