Es posible aproximarse a la nueva (segunda) película de Tomm Moore desde dos perspectivas diferentes, las dos fructíferas, las dos conduciendo igualmente -aunque por caminos distintos- a la conclusión de hallarnos ante una excelente película.
Por una parte, en el plano temático, Song of the sea recurre a las fuentes del rico folclore irlandés para construir una entrañable historia de aprendizaje infantil: de la aceptación de la realidad (la realidad de la muerte, de la ausencia, del sufrimiento, de la privación), sí, pero también del hecho de que lo real es en verdad un espacio mucho más amplio de como suele concebirse. Una historia que, como la mejor narrativa infantil, marida fantasía y vida cotidiana, naturaleza e imaginación, de un modo magistral. (Que, se ha señalado, en este sentido se emparenta estrechamente -aun con referentes culturales tan dispares- con el universo narrativo de Hayao Miyazaki)
Pero es que, además, desde el punto de vista formal, resulta digna de ser destacada en extremo la manera en la que Tomm Moore encara la animación de las imágenes. (En este aspecto, nada que ver con la estética de Miyazaki, antes bien existirían influencias de otros animadores europeos.) En efecto, se trata de una animación esencialmente bidimensional, en la que la perspectiva es reducida a su mínima expresión: casi tan sólo a una superposición de figuras, si no en un mismo plano, sí en varios pegados entre sí. Una animación en la que la línea es, entonces, el recurso formal predominante, para construir las figuras, que apenas adquieren volumen.
Con todo ello, se obtienen escenas muy próximas a lo pictórico (alejadas, pues, de cualquier exhibicionismo técnico de la potencia de lo cinematográfico o de la manipulación digital de imágenes, tentaciones ambas tan frecuentes en el cine de animación contemporáneo). A un pictoricismo, no obstante, más próximo -para entendernos- a Andrea Mantegna o a Raffaello Sanzio que a los alambicados artificios visuales que se volvieron de uso común y creciente en la pintura europea a partir de -digamos- Michelangelo Buonarroti: un pictoricismo de líneas nítidas, uso muy limitado de los claroscuros y arficios semejantes, etc.
En suma: nos encontramos, tanto en razón de la historia como en razón de su tratamiento formal, ante una película excelente, plenamente disfrutable desde el punto de vista estético, que recomiendo vivamente.