En la literatura, en el cine, en el cómic, en la televisión, la tradición narrativa anglosajona ha sostenido desde siempre (y, dada su actual hegemonía, ha sido capaz de inocular, recientemente, el tópico también en otras tradiciones a las que hasta ahora el mismo les resultaba por completo ajeno -a la española, sin ir más lejos) que el relato de temática criminal constituye un campo excelente para poner de relieve, de un modo suficientemente prominente, la "auténtica naturaleza humana".
(Sea lo que sea lo que esto en verdad signifique: parecería que esa pretendida "naturaleza" que se intenta retratar en dichas narraciones tiene más que ver con la metafísica -de raíz cristiana y luterana- del ángel caído que con las enseñanzas, sin duda más fiables, que la etología humana y la psicología evolutiva nos vienen proporcionando en las últimas décadas. Se trata, por lo tanto, antes de ideología que de descripciones atinadas de la realidad de la interacción humana. Dejaremos, no obstante, aquí y ahora esta cuestión -la de la falta de realismo, que no de verosimilitud- a un lado, por más que resultaría bien interesante reflexionar acerca de por qué se nos narra lo que se nos narra...)
En efecto, ya al menos desde William Shakespeare y Christopher Marlowe, la literatura anglosajona moderna (primero, y más tarde las restantes artes narrativas) han ido proporcionando innumerables muestras de la práctica de examinar los problemas de esa -pretendida- "naturaleza humana" a través de tramas criminales. En los mejores ejemplos de tales muestras, desde luego, el resultado ha sido magnífico en términos estéticos, por revelador: bien sea por trascender la temática criminal de partida (ejemplo: William Faulkner) o por renovarla y profundizar en ella (ejemplo: Dashiell Hammett).
En todo caso, pienso que en realidad el género criminal, en sí mismo considerado, no posee verdaderamente las potencialidades de revelación de los caracteres y actitudes de los seres humanos (y, por consiguiente, el carácter estéticamente fructífero) que se le ha atribuido. Y ello, por una razón sencilla, pero concluyente: que, si se trata de examinar la verdadera naturaleza humana, empíricamente comprobable (y no una de índole puramente metafísica, fundada en pura ideología y sin base empírica alguna), entonces las situaciones propias de las tramas del género criminal (que generalmente tienen que ver de uno u otro modo con la violencia) tienden a caracterizar antes momentos excepcionales que normales; y, por consiguiente, también actitudes y reacciones humanas más bien anómalas que normales. Pues, en efecto, si algo demuestra la evidencia empírica es que el ser humano está extraordinariamente mal preparado para afrontar y para ejercer la violencia (por más que la violencia, como espectáculo estético, le fascine, y que además siempre se halle tentado por rehuir la realidad de su impotencia, y recurrir a su empleo, como si fuese un remedio mirífico para cualquier problema). Y que, debido a ello, reacciona de forma muy anómala a la violencia percibida, o ante la amenaza -por parte suya o de terceros- de que la violencia sea efectivamente aplicada.
De este modo, quien quiera conocer al (verdadero) ser humano no debería centrar su atención en los comportamientos violentos (físicamente violentos, quiero decir), que resultan más bien infrecuentes, sino que preferiblemente debería atender a situaciones de interacción social mucho más usuales (no físicamente violentas, pero tampoco necesariamente igualitarias o justas): relaciones sexuales y de pareja, interacciones de contenido patrimonial, etc.
Un buen ejemplo práctico de todo lo que acabo de exponer lo hallaremos, precisamente, en Ray Donovan, la serie televisiva cuya primera temporada hoy comento. Pues resulta evidente que su creadora ha pretendido utilizar el marco del género criminal (con todos sus tópicos temáticos y todos sus estilemas formales) para hablar de conflictos familiares y de sentimientos (de amor y de odio) al límite.
Y, sin embargo, también es evidente -al menos, a mí me lo parece- que el resultado final carece de profundidad: ese retrato de una familia profundamente disfuncional, los Donovan, y de sus miedos, rencores, esperanzas, odios, afectos, etc. no deja de resultar superficial. Y es que, de hecho, el desarrollo dramático de la trama criminal (que seguramente vuelve -en términos convencionales- más entretenido el producto final) impide profundizar en los supuestos problemas y dilemas existenciales de los personajes. Renunciando, pues, de este modo a la posibilidad de describir en profundidad las ansiedades y conflictos que atenazarían a una familia así.
¿Peaje comercial que hay que pagar a la industria cultural? ¿Confianza -infundada, como he señalado- en la potencia narrativa del género? Sea como sea, la sensación de incomodidad, de decepción no se disipa, sino que subsiste durante la contemplación de toda la serie...
No, no parece que el género criminal sirva tanto como se pretende al esclarecimiento de los problemas psico-sociales del ser humano. Sí, en cambio, para disquisiciones, esencialmente ideológicas, que proporcionen al/la espectador(a) la (falsa) sensación de comprender una supuesta "esencia", que sirve ante todo como mecanismo para la naturalización de los problemas existenciales del hombre. En este sentido, Ray Donovan resulta paradigmática.