Ya en otras ocasiones he sostenido que, en esencia, el cine de Jaime Rosales es -en su parte más interesante- un cine de los sentimientos... y del vacío (de sentido existencial) que existe en el trasfondo sobre el que los mismos se desenvuelven. Aquí, en Hermosa juventud, nos hallamos tal vez ante su película más "urgente", en el sentido más banal del término, por cuanto que se refiere a una realidad (la de la precariedad, especialmente exacerbada en el caso de la parte más pobre de la clase trabajadora española) que está presente cada día en las noticias de prensa y en las conversaciones cotidianas de nuestro país.
Rosales, en tal contexto, opta por concentrar, como acostumbra, la narración sobre unos pocos personajes, perseguidos por su cámara de forma continuada: aquí, esa pareja de jóvenes (sub-)proletarios, precarios y sin un colchón de ingresos y de bienestar familiar que pueda protegerlos.
La película narra muchas cosas, pues es ciertamente esta una película (no sólo de diálogos y de imágenes, como acostumbra el director, sino también) de acciones: escenas de trabajo, escenas familiares, escenas de pareja, escenas violentas, etc. Y, sin embargo, lo que queda en la memoria después de verlo es -como siempre, en el cine de Jaime Rosales- la manera en que es capaz de retratar los sentimientos que emanan de los personajes, que los dominan en muchas ocasiones.
Un retrato de sentimientos y de sus manifestaciones externas que, de nuevo, se realiza a través de las peculiares recursos estilísticos propios del director: rechazo al montaje analítico (las escenas son filmadas prácticamente siempre mediante un plano único), limitación estricta de los movimientos de cámara, negativa a condicionar el encuadre en función de los movimientos de los personajes, evitación de la dialéctica plano/ contraplano,... (Aquí, además, tenemos algunas secuencias construidas a partir de imágenes de conversaciones de WhatsApp -con función equivalente a las tradicionales secuencias de montaje propias del cine de los años treinta: comprimir el tiempo diegético y hacer avanzar la narración. Un intento de -pretendida- "modernización" un tanto forzado, diría yo, que mal encaja con el resto del estilo de la película.) Unos recursos estilísticos que no siempre funcionan adecuadamente, debido a la cada vez más evidente disociación entre tema y forma narrativa: en cada nueva película del director se pone aún más de manifiesto el hecho de que su apego a determinadas formas cinematográficas resulta extremadamente artificiosa, poco adecuada, para narrar las historias que pretende narrar, cuando -como es el caso- se intentan mostrar también acciones. Podríamos decir, pues, que estamos asistiendo, en directo, al progresivo deshilacharse de un estilo...
Lo que, al final, queda, sin embargo, es una atinada descripción de algo que, a pesar de la ya larga tradición de "cine social", no es fácil de ver en pantalla retratado de un modo convincente: el hecho de que los efectos más normales de la explotación y de la dominación no son tanto (como pretendería el "realismo social" más sensacionalista: el de un Ken Loach, por ejemplo) explosiones de violencia (ni de parte de los dominadores ni de los dominados), sino más bien una honda parálisis; la parálisis de las posibilidades de vivir, de gozar y de desarrollar la propia personalidad. Y, debido a ello, una honda tristeza, irrefrenable e insuperable. Tal es la condena del dominado, del explotado, del precario: vivir enterrado, hasta morir. Y ello (esta parte intimista de la historia) aparece muy bien descrito -y adecuadamente formalizado- en la película.