Yasujirô Ozu es otro de esos directores cinematográficos en los que (de forma más patente de lo habitual -puesto que, en el fondo, la afirmación resulta banal, aplicable a cualquier director, bueno o malo, original o rutinario) la forma es la esencia de su arte. Expresado con mayor precisión: su (relativo, pero notorio) distanciamiento de algunas de las convenciones estilísticas más básicas de la narración cinematográfica más clásica (aquella que fue construida en seno del cine silente, europeo y norteamericano, de los años veinte del pasado siglo, y luego adaptada a la inserción de sonido dentro del celuloide filmado) hace que la atención del/a espectador(a) se dirija de forma especialmente intensa a la representación cinematográfica misma, sin dejarse absorber plenamente -como el canon estilístico clásico paradigmáticamente pretendería- por la historia narrada, por la identificación con los personajes.
Ello es cierto para todo su cine. (Al menos, para aquella parte de su obra que conocemos mejor.) Pero lo es particularmente para algunas de sus películas. Y Bakushû sin duda resulta ser, en este sentido, una de las más notorias.
En efecto, en Bakushû Ozu ejercita hasta extremos excelsos eso que David Bordwell (en su espléndido libro Narration in the fiction film) calificó como "narración paramétrica": una forma de narrar la historia en la que tan importante -o más- que los recursos formales más usuales, centrados en mostrar la trama (la propia trama dramática, la interpretación actoral, los diálogos, el encuadre de las escenas, la música extradiegética) es la manipulación del marco. Esto es, del marco audiovisual (aunque, en el caso de Ozu, fundamentalmente de la parte visual del mismo): los ejercicios (de ruptura con las convenciones más clásicas) en torno a la duración de los planos, al montaje de los mismos, a la distancia focal. Y una forma de narrar en la que, señaladamente, dicha manipulación del marco audiovisual no obedece (al menos, no de forma evidente) a las necesidades dramáticas de mostrar la trama... tal y como dichas necesidades suelen ser concebidas, en la estilística cinematográfica más clásica. Antes al contrario, lo que tiene lugar en pantalla es un ejercicio combinatorio de los recursos formales, con efectos expresivos (bastante) autónomos, respecto de aquellos que se derivan de la historia misma.
Se produce, así, en la narración paramétrica una cierta escisión entre fondo y forma. (Una, desde luego, aparente: desde la perspectiva del canon clásico.) Una escisión que produce, no obstante, relevantes efectos expresivos.
Y es que, cuando -como es el caso- este estilo de puesta en forma audiovisual es aplicado a la narración (de acciones y de eventos), esto es, cuando no es empleado con propósitos exclusivamente formalistas (como ocurre en cierto cine experimental), las manipulaciones formales que la narración paramétrica conlleva producen, por una parte, un efecto de distanciamiento en el/a espectador/a respecto de la historia narrada. Y, por otra, una integración de la trama en una historia más compleja: más materialista (y, por ello, verdaderamente más realista, en el sentido más profundo de la expresión).
Pensemos, así, en el caso de Bakushû: la trama que la película narra no deja de ser una ínfima historia familiar y personal, la de una mujer a la que "le ha llegado el momento de casarse" (de acuerdo con las convenciones propias de la sexista y tradicionalista sociedad japonesa de la época), pero que se resiste a aceptar un matrimonio acordado por su familia, y prefiere elegir ella misma; y elegir a alguien -un hombre viudo, algo mayor, con una hija- que no resulta precisamente "el adecuado" (según esas mismas convenciones). Un ejemplo más de las habituales reflexiones narrativas del cine de Ozu en torno a la tensión entre tradición y modernidad, en el Japón de la reconstrucción y el crecimiento económico.
Y, sin embargo, la constante atención (yo diría -aun sin haber hecho un cómputo de los planos y de su duración- que durante cerca de la mitad del tiempo de la película) a imágenes que representan principalmente el espacio en el que la trama dramática está teniendo lugar, sin que ésta esté explícitamente presente, hacen que los problemas de Noriko (Setsuko Hara) resulten necesariamente enmarcados, y relativizados.
Obsérvese que, en el caso concreto de Ozu, el marco de referencia que, mediante esos innumerables planos "vacíos" (según las convenciones clásicas), se construye para la trama de acciones y de emociones que se está desarrollando entre los personajes, no es principalmente un marco de índole social: Ozu, fino analista de las interacciones individualizadas, renuncia en todo caso a cualquier pretensión de profundizar en la caracterización de las estructuras sociales dentro de las que sus personajes actúan, limitándose a dejar que se manifiesten en el modo en que se comportan y (muestran que) sienten.
No, el efecto de marco que Ozu provoca es más bien uno de índole "cosmológica": las tribulaciones y sinsabores de sus personajes se constituyen en anécdotas de muy reducidas dimensiones, dentro del curso inexorable del tiempo y del transcurrir de la historia natural. Ello es, al tiempo, una operación de distanciamiento, pero también una de reducción de los hechos a sus justo valor, en términos (verdaderamente) realistas: al fin y al cabo, lo que cada día nos ocurre nos parece, cómo no, importantísimo; pero rara vez tiene, verdaderamente, alguna importancia, más allá del individuo directamente afectado y del instante concernido.
Cabe, pues, observar estas forma estilísticas del cine de Ozu como recursos (en el fondo, auténticamente) narrativos: como maneras de penetrar de forma más profunda en la significación (leve, individual, fugaz) de los acontecimientos de la historia narrada.
Pero, por supuesto, es posible también limitarse a disfrutar de su belleza formal: de las simetrías con las que los planos están cuidadosamente compuestos, con el ritmo de los movimientos de cámara, con las exquisiteces de la iluminación, con el detalle del diseño artístico,...
Y es que, en el fondo, el cine de Ozu, como todo arte espléndido, reúne en su seno las dos facetas, la de conocimiento de la realidad y la de experimentación formal, que han de caracterizar al buen arte. Y Bakushû resulta, en este sentido, verdaderamente ejemplar.