Ernst Lubitsch es generalmente considerado como -sobre todo, en su etapa de Hollywood- el paradigma del director de comedia sofisticada. Y, sin duda alguna, lo es. Aunque no sólo: lo demostró en To be or not to be, que, burla burlando, constituía una carga de profundidad cómica (algo más cómica, algo menos caricaturesca, que The Great Dictator, de Charles Chaplin) en la solemne línea de flotación del fascismo. O en Ninotchka, dinamitando también las solemnidades del marxismo-leninismo y del estalinismo.
Ahora, quiero detenerme brevemente en otra manifiestación de esa profundidad ligera que Lubitsch supo cultivar tan bien. En Trouble in paradise, una protípica comedia sofisticada, que no ofrece duda alguna en cuanto a su ubicación genérica (damas de la alta burguesía, ladrones de guante blanco, mayordomos, mansiones, bailes, amoríos), existen, sin embargo, momentos particularmente llamativos, desde el punto de vista político (pero también narrativo): momentos que en verdad resultan "chirriantes", desde la perspectiva de las convenciones genéricas. Acaso, el más llamativo de todos es esa escena en la que, aprovechando la petición pública que la millonaria ha hecho para recuperar un valioso bolso adornado con diamantes, un radical (Leonid Kinskey) penetra en su casa y le reprocha que pueda usar su dinero para tales fruslerías -bolsos que cuestan miles de francos- cuando la gente a su alrededor vive en el paro y en la miseria.
Desde luego, el momento tiene algo de caricatura del revolucionario: las alusiones a Trotsky, su discurso en ruso, su seriedad y falta de glamour... Y, sin embargo, lo cierto es que la intervención del personaje introduce -otra vez- dinamita en las convenciones dramáticas del género de la comedia sofisticada: alguien dice la verdad, en tanto que reubica, ante el espectador(a), el conflicto dramático (el ladrón de guante blanco que persigue el dinero de la millonaria) en su verdadero contexto social; un contexto de injusticia, de miseria y de explotación, en el que los conflictos de las clases adineradas (y de sus parásitos) se ofrecen como (obsceno) espectáculo para el solaz y diversión -en el doble sentido del término- para las clases populares.
Por supuesto, cualquier admirador de Bertolt Brecht habrá identificado aquí una afinidad con la querencia de éste por las técnicas de distanciamiento del espectador(a) respecto del drama representado y narrado. También comprobará que la técnica de Lubitsch resulta, sin duda, mucho más sutil (entre otras causas, con el fin de eludir la censura, tanto la política como la empresarial). Y, sin embargo, el efecto distanciador se consigue plenamente.
La escena que se acaba de presentar no constituye sino el momento más explícito de recurso a técnicas de distanciamiento dramático en la película. Pero hay otras. De hecho, en buena medida, el interés de la misma estriba en su capacidad para alejarse de aquello que en principio promete ser, comedia sofisticada (y nada más). (En realidad, todas las grandes comedias del cine norteamericano de los años treinta -¡hay tantas!- lo son precisamente por su aptitud para alejarse sobradamente de las promesas y convenciones que el género en principio ofrecía: para aproximarse a la sátira social (My man Godfrey, por ejemplo), o hacia el estudio de la transformación de relaciones entre varones y mujeres (las comedias de Howard Hawks).)
En efecto, a ningún espectador(a) atent@ le será posible olvidar en ningún momento, durante la contemplación de la película, cuál es la tensión dramática de fondo: ¿convertirse en otro siervo más de la burguesía, o seguir siendo parte del pueblo (de los ladrones que parasitan a esa burguesía, mas sin plegarse a ella)? La respuesta dramática es inequívoca: seguir siendo pueblo. En todo caso, el interés de esta línea de desarrollo dramático no estriba tanto en dicha resolución (suavizada, al fin y al cabo, a través del usual pretexto romántico: la relación amorosa con Lily -Miriam Hopkins) cuanto en el hecho de que la misma contribuye, de nuevo, a (re-)extrañar las relaciones entre Gaston Monescu (Herbert Marshall), el ladrón de guante blanco, y la joven y caprichosa burguesa (Kay Francis) que queda fascinada por él.
En última instancia, se tratará siempre de una relación conflictiva: no exenta de afecto y de deseo, desde luego (al cabo, ¿no ocurre siempre así cuando dos individuos diferentes se topan, hasta cuando el encuentro acaba finalmente en conflicto y en destrucción mutua?); pero conflictiva, en tanto que, aquí, el romanticismo no oculta la dificultad -y, al fin, la verdadera imposibilidad- de la relación.