En su nueva película, Wes Anderson vuelve a transitar por sus vías habituales: reconocemos personajes, texturas (esas combinaciones de animación y filmaciones convencionales, las formas de la dirección artística, el modo de componer los planos,...) y situaciones. Algo, sin embargo, ha cambiado.
Ha cambiado en la trama. Porque aquí, por primera vez, hallamos numerosas escenas de acción. Y que conducen a los personajes protagonistas por un camino de aventura (obviamente influido, en cuanto a las formas expresivas, por el lenguaje del cómic), y de enfrentamiento con unos antagonistas, sobre los que han de triunfar. Así, los característicos personajes individualistas y visionarios propios del cine del director son insertados, en este caso, en un contexto histórico: ciertamente, ficticio; mas no ausente de referencias a la realidad.
Y es que (como el propio director explicita, en su dedicatoria final a Stefan Zweig), aquí, los dilemas -usualmente, en el cine de Anderson, individuales- devienen colectivos: unos individuos libres y (esencialmente -a pesar de las simpáticas trampas en que incurren) decentes han de maniobrar en un entorno social crecientemente oscuro, en el que la amenaza del autoritarismo y la pérdida de los valores "civilizados" se vuelve más y más visible. En la película (a diferencia de lo que ha sucedido y sigue sucediendo en la realidad), los individuos son capaces de triunfar, de burlar al poder autoritario.
Por el camino, sin embargo, algo se ha perdido (en comparación con las anteriores películas del director). Acaso, porque la grandilocuencia amenaza a la película. La trama, en efecto, en realidad no está a la altura de sus pretensiones de retrato histórico; restando, pues, la pura aventura, trufada de comedia. Y, no obstante, el énfasis proporcionado por una estructura dramática construida mediante la mise en abyme (una historia dentro de otra historia, que a su vez está dentro de otra historia...), así como la referencia histórica (casi) explícita (a la Europa de entreguerras... según fue representada en el cine -Ernst Lubitsch como referencia imaginaria más evidente) apuntan hacia una promesa -de revelarnos algo relevante acerca de la realidad social- que no acaba de cumplirse.
Y es que parece que Anderson se ha movido mejor en narraciones (aparentemente) más sencillas: en la narración de historias de individuos que maniobran para reafirmar su personalidad, en entornos sociales amenazantes. Mas nunca, hasta ahora, había intentado en realidad profundizar en las características de dichas estructuras sociales. Lo ha intentando aquí, pero no lo ha logrado. Lo que queda es una película extremadamente barroca en cuanto a la forma. Mas, aunque divertida e inteligentemente narrada, algo superficial, en último extremo. Y es que -como ya varios críticos han señalado- tal vez, con The Grand Budapest Hotel, Wes Anderson haya llegado al límite de las capacidades expresivas de una determinada forma (la suya) de concebir el cine.