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domingo, 16 de febrero de 2014

Nebraska (Alexander Payne, 2013)


No puede dejar de llamar la atención, nada más comenzar a ver esta obra, la -prominente- opción formal adoptada por Alexander Payne de filmar su película en blanco y negro. Y no en cualquier blanco y negro (no, por ejemplo, en un blanco y negro nítido, de apariencia eminentemente "digital", como el que, por ejemplo, caracterizaba a la también reciente Blancanieves -Pablo Berger, 2012), sino en uno cuya textura visual hace resaltar el grano grueso de la filmación.

Yo me pregunto cuáles son las razones estéticas que llevan a hacerlo así. (El propio director ha declarado, simplemente, que siempre se imaginó esta historia filmada en blanco y negro. Pero ello no debe bastarnos como explicación...) Dos son las razones que se me ocurren. La primera, banal (pero igualmente plausible), sería simplemente el anhelo, entre esteticista y comercial, de dotar, mediante este procedimiento, a la película de un toque de "encanto", de un aura especial, de película "independiente" (eso que en Estados Unidos llaman "arty"), dirigida a un determinado sector -segmentado por su nivel cultural y por sus expectativas posicionales- de espectador@s.

Es posible. Me pregunto, no obstante, si (unida, tal vez, además a la razón, de individualización del producto cultural, acabada de aludir) no se puede encontrar también otra razón para filmar en blanco y negro -en este blanco y negro- que esté más relacionada con el significado intrínseco de la narración. Y, en este sentido, creo que cabe hallar un posible hilo para la interpretación de la película en esta decisión de índole formal.

Pues, en efecto, en una primera mirada, superficial, a Nebraska, no parece que podamos hallar en ella nada que merezca nuestra atención, por demasiado manido: una (otra) road movie, otro recorrido en automóvil por la "Norteamérica profunda", otro reencuentro, viaje mediante, entre personas que se habían distanciado anteriormente, otro ensayo en torno al restaño de las llagas emocionales,... Cada un@ de nosotr@s podría poner uno y diez ejemplos de películas que han narrado ya eso mismo; y en ese mismo tono, dulce y melancólico. Y con esa puesta en forma audiovisual tan arty...

Alexander Payne no debe, sin embargo, nunca ser tomado a la ligera, pues su cine, calladamente, ofrece siempre bastante más de lo que aparenta. Y ello vuelve a ocurrir, ciertamente, en el caso de Nebraska.

Me parece, así, que la clave interpretativa más válida para aproximarse a la película resulta ser, justamente, su filmación en un blanco y negro que, en planos que retratan las grandes llanuras entre Montana y -sobre todo- Nebraska, evoca necesariamente los tonos y las figuras de la fotografía sobre esos mismos temas de todos aquellos fotógrafos que, desde los años 30 del siglo pasado, vienen plasmando personajes, paisajes y estampas de la Norteamérica interior.

Y, precisamente, en dicha evocación (y, en particular, en la evocación de la Norteamérica interior de los sesenta y setenta), hallaremos el significado -el más relevante, cuando menos, a mi entender- de la historia narrada en Nebraska. Porque la emoción en la película no surge, en realidad, de la reiteración de los banales tópicos narrativos empleados (perdedores, llagas emocionales, reencuentro, viaje). Sino, más bien, del hecho de que todo ello se pone al servicio de un esfuerzo de los personajes por recuperar, y resignificar, su historia personal: de volver a los lugares, momentos y personas que les han constituido, como lo que son ahora (sí: perdedores, emocionalmente heridos, extraviados).

No es, pues, casualidad que el momento más emocionante de la película (el conjunto de escenas que, en términos narrativos, constituye realmente la recapitulación de toda la historia), Woody (Bruce Dern) pasee, vacilante, pero emocionado, por los espacios de lo que, un día lejano, había sido el hogar paterno, el hogar de su infancia. (Como antes, su hijo -Will Forte- ha ido recopilando información, de diferentes fuentes, de cómo su padre a llegado a ser lo que hoy es.)

Porque lo que Nebraska acaba por narrarnos no es otra cosa que un auténtico proceso de anagnórisis, a través de un retorno (espacial) hacia el pasado: hacia el lugar en donde todo (cuanto explica lo que ahora es) ocurrió. Al igual, en efecto, que un personaje de la tragedia clásica, Woody (y, con él, toda su familia) procede, inadvertidamente (por cierto: también como en la tragedia clásica -no otra cosa le sucedía a Edipo...), a redescubrir su identidad. Porque -nos viene a decir la narración- la única verdad que hay en nosotr@s es la historia de cómo hemos llegado a ser lo que somos. Y todo los restante (a lo que, sin embargo, usualmente dedicamos nuestra más fervorosa atención) no es más que ideología; y autoengaño.

Decía Friedrich W. Nietzsche (Zur Genealogie der Moral) que "sólo aquello que no tiene historia puede ser definido". Lo que Nebraska nos propone es exactamente eso: que renunciemos a las definiciones (ideológicas, engañosas) y optemos, mejor, por explicar -y explicarnos- e intentar comprender (y comprendernos).




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