En este libro (Marcial Pons, Madrid, 2012), su autor pretende presentar una sistematización completa de los principios de una "Política Criminal científica", desarrollando luego todas sus derivaciones e implicaciones. Parte, para ello, de tres presupuestos (que denomina "radicales humanos"): la dignidad, la libertad y la socialidad. Y, a partir de los mismos, elabora tres principios básicos que considera que han de sustentar cualquier política criminal (¿científica?): el de seguridad en la vida social, el de legalidad y el de respeto a la dignidad humana. Que, a su vez, sirven para desarrollar ulteriores "sub-principios", capaces de dar respuesta a los concretos problemas político-criminales que se susciten (y que la obra analiza, siquiera sea someramente, en muchos de sus aspectos).
He de decir, antes de seguir adelante (y acometer algunas reflexiones críticas acerca del enfoque de la obra), que hay que estimar en lo que vale el esfuerzo de trascender el enfoque, habitualmente casuístico, exclusivamente tópico y asistemático, con el que se suele abordar la teoría de la política criminal (y, por consiguiente, también el análisis de los problemas político-criminales particulares). En efecto, si la teoría de la política criminal debe servir para algo (más que como pura retórica), es imprescindible anclarla de forma sólida en premisas, teóricas y prácticas, adecuadas. Y ello exige esfuerzos relevantes de sistematización y de justificación (a través de la argumentación).
Por otra parte, es cierto que buena parte de las conclusiones prácticas que extrae Sánchez-Ostiz, en cuanto al afrontamiento de problemas político-criminales concretos, pueden ser compartidas. (Aunque tal vez, como a continuación apuntaré, no tanto la elusión de otros tantos problemas, tal vez más delicados.)
No es posible, por lo tanto, afirmar que una obra como la que comento constituya ni un proyecto inútil, ni que dé lugar a conclusiones prácticas rechazables de suyo. Y, sin embargo, me parece que, en tanto que proyecto teórico (de fundamentación de los discursos político-criminales), debe ser considerado como fallido, y equivocado. Intentaré explicar, de forma breve, por qué. (Quien desee una argumentación más por extenso, deberá esperar a la publicación de mi siguiente libro, de próxima aparición, precisamente sobre un tema ampliamente conectado con el abordado aquí, y titulado La justificación de las leyes penales.)
2. Política criminal y teoría moral (y política)
En mi opinión, tres son los aspectos nucleares que cabe discutir en el planteamiento de Sánchez-Ostiz; tres aspectos que están en el centro de su enfoque y que, a mi entender, aparecen desarrollados bien de forma ambigua, o bien de modo erróneo.
El primero de dichos aspectos es la caracterización misma de la empresa de elaborar una teoría de la política criminal. Pues, a diferencia de lo que sostiene Sánchez-Ostiz, creo que no es posible defender seriamente (vale decir: con argumentos filosóficamente convincentes) que ni la práctica de la política criminal, ni siquiera la teoría de la misma (en el sentido que a continuación precisaré), sean auténticas ciencias. Por supuesto, es cuestión de definiciones: si por ciencia se entiende -como entiendo- una práctica de elaboración de conocimientos descriptivos acerca de la realidad (de cualquier faceta de la realidad), entonces la praxis político-criminal (pongamos, por ejemplo: discutir si debe existir o no un tratamiento jurídico-penal excepcional de los delitos de "terrorismo") no puede ser concebida, de ningún modo como científica, puesto que versa sobre lo que se debería hacer (y, consiguientemente, sobre cómo se debe valorar la realidad, no -como debería, para tratarse de una práctica científica- sobre cómo es). Pero es que tampoco la teoría de la política criminal tiene carácter científico: porque, aun cuando sea en un plano más general y más abstracto, dicha teoría general versa sobre qué reglas deberían seguir un legislador y/o un aplicador del Derecho; pues no en otra cosa consisten "principios" político-criminales como -por ejemplo- el de proporcionalidad o el de eficacia.
¿Quiere ello decir que no puede existir una actividad científica relacionada con la política criminal? Sí, desde luego: la llevan a cabo los historiadores, los sociólogos, los criminólogos, los politólogos,... y, en general, los científicos sociales, cuando se limitan a la faceta "positiva" (es decir, a la no "normativa") de sus disciplinas, y recopilan datos sobre cómo se diseñan, cómo se aplican, qué efectos prácticos producen, etc. las políticas criminales, o los discursos político-criminales; y cuando intentan explicar (conforme a las leyes explicativas en las ciencias sociales) las causas de que las cosas transcurran así.
En mi opinión, tres son los aspectos nucleares que cabe discutir en el planteamiento de Sánchez-Ostiz; tres aspectos que están en el centro de su enfoque y que, a mi entender, aparecen desarrollados bien de forma ambigua, o bien de modo erróneo.
El primero de dichos aspectos es la caracterización misma de la empresa de elaborar una teoría de la política criminal. Pues, a diferencia de lo que sostiene Sánchez-Ostiz, creo que no es posible defender seriamente (vale decir: con argumentos filosóficamente convincentes) que ni la práctica de la política criminal, ni siquiera la teoría de la misma (en el sentido que a continuación precisaré), sean auténticas ciencias. Por supuesto, es cuestión de definiciones: si por ciencia se entiende -como entiendo- una práctica de elaboración de conocimientos descriptivos acerca de la realidad (de cualquier faceta de la realidad), entonces la praxis político-criminal (pongamos, por ejemplo: discutir si debe existir o no un tratamiento jurídico-penal excepcional de los delitos de "terrorismo") no puede ser concebida, de ningún modo como científica, puesto que versa sobre lo que se debería hacer (y, consiguientemente, sobre cómo se debe valorar la realidad, no -como debería, para tratarse de una práctica científica- sobre cómo es). Pero es que tampoco la teoría de la política criminal tiene carácter científico: porque, aun cuando sea en un plano más general y más abstracto, dicha teoría general versa sobre qué reglas deberían seguir un legislador y/o un aplicador del Derecho; pues no en otra cosa consisten "principios" político-criminales como -por ejemplo- el de proporcionalidad o el de eficacia.
¿Quiere ello decir que no puede existir una actividad científica relacionada con la política criminal? Sí, desde luego: la llevan a cabo los historiadores, los sociólogos, los criminólogos, los politólogos,... y, en general, los científicos sociales, cuando se limitan a la faceta "positiva" (es decir, a la no "normativa") de sus disciplinas, y recopilan datos sobre cómo se diseñan, cómo se aplican, qué efectos prácticos producen, etc. las políticas criminales, o los discursos político-criminales; y cuando intentan explicar (conforme a las leyes explicativas en las ciencias sociales) las causas de que las cosas transcurran así.
Así pues, aun cuando en el ámbito de las ciencias sociales, no resulte inusual que los mismos investigadores, y aun en las mismas publicaciones, se mezclen conclusiones descriptivas y conclusiones normativas, ello no debería conducirnos a ignorar la distinción entre lo uno y lo otro, distinción que es de importancia capital: una afirmación descriptiva (pongamos: sobre el número de casos en los que se aplica el delito de colaboración con banda armada, o sobre las causas sociopolíticas que llevan a los jueces a hacer una interpretación extensiva de dicha figura delictiva) puede ser verificada -o, cuando menos, falsada- por medios empíricos; no así una afirmación normativa (si debería cambiarse o no la redacción del tipo penal de colaboración con banda armada, o si debería cambiar la interpretación que la Audiencia Nacional viene otorgando a dicho delito), que sólo puede ser discutida como correcta o incorrecta (en atención a que se atenga o no a determinadas reglas).
La advertencia metodológica y epistemológica que acabo de realizar no es, creo, tan sólo un problema de pureza filosófica, sino que ha de alterar la completa naturaleza de la empresa teórica que se propone. Así, cuando Sánchez-Ostiz propone -como antes señalaba- tres "radicales humanos" y deriva de ellos tres principios político-criminales básicos (para luego desarrollar cada uno de ellos en numerosos "sub-principios", y en soluciones a concretos problemas político-criminales), la pregunta que debe surgir naturalmente, a quien descrea de la índole pretendidamente científica de la teoría de la política criminal que se está elaborando, será: ¿quién dicta que sean esos, y no otros, los "radicales humanos" que hay que tomar en consideración como puntos de partida? Y, consiguientemente, ¿por qué han de ser esos, y no otros, los principios político-criminales más básicos? O, dicho de otro modo: ¿en nombre de quién habla el teórico cuando formula las proposiciones de su teoría?
La falta de una respuesta clara a esta pregunta en la obra que comento es, según pienso, algo más que una omisión: constituye un déficit (radical, este sí) de fundamentación de toda la empresa. Pues significa, en definitiva, eludir cuestiones que vienen ocupando a la Ética y a la Filosofía políticas contemporáneas desde hace ya tiempo (sin soluciones claras, pero con sugerentes propuestas). Cuestiones como: ¿existe en realidad una ética (normativa) objetiva, compartible por cualquier individuo racional, o más bien lo único que hay son diferentes teorías morales, dependientes de puntos de vista culturalmente (o existencialmente) condicionados, respecto de las cuales no es posible hallar razones intersubjetivamente válidas, que hayan de convencer forzosamente a cualquier individuo racional, para preferir unas a otras? ¿Hay cualidades morales naturales, o se trata tan sólo de atribuciones realizadas por los individuos y por los grupos sociales? ¿Dónde está el límite moralmente legítimo a la libertad individual de acción? ¿Qué entes y/o estados de cosas tienen valor moral y cuáles no? ¿Qué objetivos morales puede legítimamente perseguir el Estado, en contra de la voluntad de los individuos? ¿Qué grado de violencia puede legítimamente aplicar el Estado a los individuos y a los grupos sociales? ¿Debe el Estado respetar la configuración autónoma de la sociedad, o debe intervenir para cambiarla? ¿Qué es una sociedad justa, o bien ordenada?...
3. ¿Qué clase de "normas" son los principios político-criminales?
De este modo, cuando Sánchez-Ostiz declara taxativamente que los principios (político-criminales) son verdaderas normas, no queda otra que preguntarse: ¿qué clase de normas? Pues, si jurídicas, claramente estaríamos pensando en el "Derecho natural", de los racionalistas o de los cristianos, puesto que es obvio que muchos principios político-criminales no se ven reflejados de ningún modo en muchos Derechos positivos (y, en todo caso, su plasmación resulta un hecho contingente, no necesario). Y, si se tratase más bien de normas morales, entonces, otra vez, hay que preguntarse: ¿de qué moral? Cuestión a la que no se otorga respuesta.
Por fin, creo que en la calificación de todos los principios político-criminales como normas late, de nuevo, una confusión entre diferentes niveles de la racionalidad: ahora, entre el nivel de la racionalidad (práctica) moral y el de la racionalidad (práctica) instrumental. Pues, en efecto, es probable -y tal es mi opinión- que haya principios político-criminales que tengan que ver, antes que nada, con esta última: con la evitación de normas penales no necesariamente inmorales per se, pero completamente innecesarias, por excesivamente costosas, ineficaces, etc.
La cuestión, por supuesto, no es solamente relevante desde el punto de vista de la teoría del Derecho. Lo es, me parece, también en términos prácticos. Pues, si los principios político-criminales constituyen auténticas normas jurídicas (¿de qué rango?), entonces podrían constituir la base de impugnaciones, también en el plano jurídico, de la juridicidad de las normas penales que los contravengan: de recursos de inconstitucionalidad, cuando menos, si no de recursos de casación (por infracción de principios -figura hoy por hoy exótica, pero imaginable). En cambio, si -como es mi opinión- no revisten carácter jurídico (salvo en algunos supuestos excepcionales, si hay disposiciones constitucionales o del Derecho Internacional que los juridifican), lo cierto es que el debate retorna al plano moral, y político. Por otra parte, si los principios en cuestión tienen -como sostiene el autor- una base científica, entonces han de ser estos, y no otros (cualquier otro carecería de fundamentación suficiente). Si, por el contrario, como yo sostengo, no la tienen, podremos reabrir el debate acerca cuáles son los mejores principios (de racionalidad moral e instrumental) sobre los que construir un Derecho Penal más justo.
Veámoslo con algún ejemplo: personalmente, se me ocurre que, para la construcción de un Derecho Penal moralmente justificado, más básicos que -por ejemplo- el principio de legalidad (puesto que, al fin y al cabo, la seguridad jurídica podría ser asegurada en principio a través de medios distintos que la tipificación legal expresa de prohibiciones y sanciones) resultan principios como la garantía de ciertas esferas de acción individual libre e inalcanzables por las prohibiciones y sanciones penales (usualmente discutido bajo las etiquetas de privacidad y de principio constitucional de proporcionalidad); o la justicia distributiva en el reparto del coste de la protección del bien jurídico. Es decir, principios de libertad y de justicia.
No importa tanto ahora mismo si yo tengo o no razón. La pregunta, no obstante, pertinente, al enfrentar elaboraciones teóricas como la de Sánchez-Ostiz es: ¿por qué la suya es mejor que la mía? Yo tengo razones que dar en contra de esta opinión: razones morales (de la ética normativa que me parece más defendible, en la que la sociedad no tiene derechos, en la que la igualdad moral y la autonomía de los individuos con criterio valorativos decisivos,...). No veo tan claro, sin embargo, que él pudiera dar una respuesta (defendiendo que su construcción es mejor que la mía) que no resultase o trivial o arbitraria. Trivial, si se limitase a decir que lo que yo propongo puede incorporarse a su teoría; pues, desde luego, si todo puede ser incorporado a una teoría, la teoría pierde su capacidad de guiar y de discriminar. Y arbitraria, si lo negase, ya que, ¿cuáles son las razones que, en el marco de su teoría, permiten aducir que es más importante la legalidad que la justicia, o la justicia que la legalidad? Yo no las veo.
4. Política criminal y positivismo ideológico
La crítica acabada de esbozar (que es la central), acerca de la naturaleza de la teoría y de sus proposiciones, creo que tiene también mucho que ver con las dos críticas metodológicas adicionales que a continuación esbozaré. Así, en segundo lugar, hay que destacar que Sánchez-Ostiz señala que, en realidad, su trabajo comenzó a desarrollarse a través de un método inductivo: partiendo de los ordenamientos jurídicos reales, como el español, para intentar ir sistematizando, abstrayendo y generalizando sus principios político-criminales subyacentes; y, a partir de ahí, construyendo una teoría más general, la que finalmente presenta en el libro.
La crítica que puede hacerse a esta forma de proceder es obvia, me parece: se trata de un método que, necesariamente, se revela incapaz de proporcionar los materiales para la elaboración de una teoría de la política criminal que posea algún valor práctico (por usar también el neologismo que emplea Sánchez-Ostiz: "práxico") en tanto que guía para la acción político-criminal (de legisladores, aplicadores del Derecho, etc.). Y ello, porque lo que este método podría proporcionar, a lo sumo, sería una descripción de lo que es el Derecho Penal español vigente (o un conjunto de ordenamientos penales). Descripción útil para un historiador, un sociólogo o antropólogo del Derecho, o para un estudioso del Derecho comparado (o, por supuesto, como propedéutica para la elaboración ulterior de una verdadera teoría o propuesta político-criminal). Pero que, empleada como sustento directo de una teoría de la política criminal, ha de producir, necesariamente, una teoría de una índole muy específica: una teoría político-criminal ideológicamente positivista. (Recuerdo que, según Norberto Bobbio, existe positivismo ideológico cuando se afirma que una norma jurídica es justa por el hecho de haber sido puesta.)
Pues no otra cosa obtendremos: una teoría de cómo es la política criminal efectivamente realizada en un ordenamiento. Que, desde luego, puede servir para algunas cosas: para corregir excesos, para ordenar y perfeccionar las regulaciones existentes. Pero que difícilmente servirá, sin embargo, para valorar, de forma independiente (de las propias disposiciones jurídicas), el valor moral e instrumental del Derecho positivo. Lo cual, en mi opinión, constituye un inconveniente muy notable de este género de teorías político-criminales.
De nuevo, me parece que la objeción que apunto no se queda tan sólo en el plano teórico, sino que tiene importantes consecuencias prácticas: incapacita (o, si se quiere, limita muy gravemente) a la teoría de la política criminal que se propone para ser una marco idóneo para la ideación y la valoración de propuestas político-criminales que resulten muy diferentes de las que imperan en el Derecho positivo; y que, sin embargo, pueden resultar perfectamente justificables, desde el punto de vista moral y/o instrumental..
Veámoslo otra vez con un ejemplo. Personalmente pienso -lo defiendo con más detalle en un libro de próxima publicación- que un Derecho Penal justo puede y debe perseguir la evitación no sólo de conductas que interfieran ilegítimamente en la libertad (negativa) del sujeto pasivo (por ejemplo, arrebatándole parte de su patrimonio), sino que también debe evitar conductas que provoquen situaciones permanentes de dominación, en las que el sujeto activo no tenga por qué interferir en la libertad de acción del sujeto pasivo, porque éste se halla en una situación tal que se someterá a su poder sin necesidad de que aquél exprese su voluntad ni le presione: deben poder reprimirse, así, por vía penal (no todas, pero sí muchas) conductas de explotación -aun voluntariamente aceptada. E incluso pienso que deben poder reprimirse, en ciertas ocasiones, conductas de no intervención para mejorar la situación jurídica del sujeto pasivo: por ejemplo, de un empresario, respecto de algunos de sus trabajadores.
La cuestión es que estas dos formas de dañosidad (que se alejan de la concepción liberal del bien jurídico, usualmente defendida, obedeciendo más bien a una teoría republicana del mismo) difícilmente tienen cabida en el vigente Derecho positivo, por lo que sería arduo derivarlas de cualquiera de los principios que del mismo pueden llegar a derivarse. Sin embargo, me parece que esto no es ningún argumento, ni a favor ni en contra de que tales propuestas político-criminales deban defenderse e incorporarse a una política criminal justificable. Argumentos que sólo cabe buscar en el debate moral, político y de racionalidad instrumental: en argumentos, pues, completamente independientes de lo que pueda eventualmente decir, en cada momento, el Derecho positivo. Pero, si esto es así, entonces el método inductivo ha de fracasar, necesariamente, a la hora de sistematizar la política criminal: vale decir, la política criminal normativamente deseable.
5. Problemas metodológicos e indecidibilidad
Por fin, con independencia de cuál haya sido el origen genético de la sistematización que Sánchez-Ostiz nos presenta (que ya he señalado que parece ser una inducción a partir del Derecho positivo), lo cierto es que, en su presentación final, la misma adopta una forma explícitamente deductiva: de los fundamentos al sistema, y de éste a los tópicos decisorios. Ya he indicado, sin embargo, que tal sistema deductivo está, en realidad, radicalmente infradeterminado, tanto por abajo como por arriba. Por abajo: puesto que partir del Derecho positivo no proporciona ninguna base firme a una teoría de la política criminal. Y por arriba: puesto que no se proporciona ningún anclaje sólido (vale decir: moral y político) a los "radicales humanos" y a los "principios básicos" de los que se parte.
De este modo, lo que al final hallamos es un sistema (de la política criminal) falsamente deductivo. Porque, en realidad, las deducciones sólo funcionan bien en los eslabones intermedios. Así, por ejemplo, si se desea, sin duda alguna resulta posible deducir la exigencia de culpabilidad en el delincuente del principio ("básico") de respeto a la dignidad humana; y también es posible extraer de aquel "subprincipio" ciertas consecuencias concretas (la prohibición de las pena para inimputables, por ejemplo). Pero ni el principio de respeto a la dignidad humana aparece suficientemente fundado, en la teoría, en cuanto a sus bases morales y políticas. (Por lo que en principio cabría tanto cuestionarlo in toto como sobre todo -hipótesis más plausible- discutir su alcance, sus implicaciones normativas: un principio mal fundamentado es siempre un principio impreciso.) Ni la deducción del "sub-principio de culpabilidad" a partir del principio de respeto a la dignidad humana es una implicación necesaria, sino que depende más bien del concepto de dignidad humana que se maneje (cuestión moral), así como de las potestades que se reconozca al Estado -y al Derecho- en relación con el individuo (cuestión política). Ni, en fin, se proporciona herramienta heurística alguna que permita decidir qué acciones de los operadores del sistema jurídico caen dentro del alcance del "sub-principio" de culpabilidad y cuáles no.
Esto, en la práctica, conduce a un modelo de política criminal que (además de no suficientemente fundamentado desde el punto de vista teórico) carece de criterios firmes para distinguir entre las propuestas político-criminales justificadas y las que no lo están. Así, por ejemplo, en relación con el mencionado "sub-principio de culpabilidad", Sánchez-Ostiz puede defender (pp. 221-222) que la aplicación de medidas de seguridad deben constituir antes la excepción que la regla. Y yo puedo concordar con él, en cuanto a la idea general. Pero lo que me parece que falta por completo en su elaboración es cualquier criterio material que nos permita determinar en qué casos se dan circunstancias que autorizan hacer una excepción, y privar de derechos fundamentales a un sujeto delincuente más allá (o en vez) de lo que estipule la pena que le corresponda. Por formularlo en casos concretos: ¿puede la protección de la vida o de la libertad sexual de los individuos justificar ("excepcionalmente") la imposición de medidas de privación de libertad -la custodia de seguridad- a un penado por asesinatos en serie o por reiteradas violaciones cuando su peligrosidad criminal no haya disminuido al finalizar el cumplimiento de su pena? Yo diría que no. Desconozco que diría Sánchez-Ostiz. Pero lo que sí sé es que su teoría no proporciona criterios para resolver la cuestión.
6. Para acabar: discursos político-criminales e ideología del Derecho Penal
En conclusión, y a consecuencia de todos los déficits metodológicos que he intentado ir exponiendo a lo largo de esta reseña, el panorama que finalmente acaba por percibir el lector de Fundamentos de Política criminal (al menos, este lector) es algo que resulta demasiado próximo a una racionalización ideológica (por insuficientemente argumentada) del Derecho positivo y de las políticas criminales que lo sustentan y orientan. Para ser justo: ni de todo el Derecho positivo, ni de todas esas políticas criminales, pues también hay espacio, en la obra de Sánchez-Ostiz, para las críticas. No obstante, lo cierto es que se echa de menos otro enfoque, más vigoroso desde el punto de vista moral y político (menos atento, pues, y acrítico, con el Derecho positivo) y más riguroso en el aspecto metodológico (más claro a la hora de enlazar y justificar cada una de sus tesis).
De este modo, cuando Sánchez-Ostiz declara taxativamente que los principios (político-criminales) son verdaderas normas, no queda otra que preguntarse: ¿qué clase de normas? Pues, si jurídicas, claramente estaríamos pensando en el "Derecho natural", de los racionalistas o de los cristianos, puesto que es obvio que muchos principios político-criminales no se ven reflejados de ningún modo en muchos Derechos positivos (y, en todo caso, su plasmación resulta un hecho contingente, no necesario). Y, si se tratase más bien de normas morales, entonces, otra vez, hay que preguntarse: ¿de qué moral? Cuestión a la que no se otorga respuesta.
Por fin, creo que en la calificación de todos los principios político-criminales como normas late, de nuevo, una confusión entre diferentes niveles de la racionalidad: ahora, entre el nivel de la racionalidad (práctica) moral y el de la racionalidad (práctica) instrumental. Pues, en efecto, es probable -y tal es mi opinión- que haya principios político-criminales que tengan que ver, antes que nada, con esta última: con la evitación de normas penales no necesariamente inmorales per se, pero completamente innecesarias, por excesivamente costosas, ineficaces, etc.
La cuestión, por supuesto, no es solamente relevante desde el punto de vista de la teoría del Derecho. Lo es, me parece, también en términos prácticos. Pues, si los principios político-criminales constituyen auténticas normas jurídicas (¿de qué rango?), entonces podrían constituir la base de impugnaciones, también en el plano jurídico, de la juridicidad de las normas penales que los contravengan: de recursos de inconstitucionalidad, cuando menos, si no de recursos de casación (por infracción de principios -figura hoy por hoy exótica, pero imaginable). En cambio, si -como es mi opinión- no revisten carácter jurídico (salvo en algunos supuestos excepcionales, si hay disposiciones constitucionales o del Derecho Internacional que los juridifican), lo cierto es que el debate retorna al plano moral, y político. Por otra parte, si los principios en cuestión tienen -como sostiene el autor- una base científica, entonces han de ser estos, y no otros (cualquier otro carecería de fundamentación suficiente). Si, por el contrario, como yo sostengo, no la tienen, podremos reabrir el debate acerca cuáles son los mejores principios (de racionalidad moral e instrumental) sobre los que construir un Derecho Penal más justo.
Veámoslo con algún ejemplo: personalmente, se me ocurre que, para la construcción de un Derecho Penal moralmente justificado, más básicos que -por ejemplo- el principio de legalidad (puesto que, al fin y al cabo, la seguridad jurídica podría ser asegurada en principio a través de medios distintos que la tipificación legal expresa de prohibiciones y sanciones) resultan principios como la garantía de ciertas esferas de acción individual libre e inalcanzables por las prohibiciones y sanciones penales (usualmente discutido bajo las etiquetas de privacidad y de principio constitucional de proporcionalidad); o la justicia distributiva en el reparto del coste de la protección del bien jurídico. Es decir, principios de libertad y de justicia.
No importa tanto ahora mismo si yo tengo o no razón. La pregunta, no obstante, pertinente, al enfrentar elaboraciones teóricas como la de Sánchez-Ostiz es: ¿por qué la suya es mejor que la mía? Yo tengo razones que dar en contra de esta opinión: razones morales (de la ética normativa que me parece más defendible, en la que la sociedad no tiene derechos, en la que la igualdad moral y la autonomía de los individuos con criterio valorativos decisivos,...). No veo tan claro, sin embargo, que él pudiera dar una respuesta (defendiendo que su construcción es mejor que la mía) que no resultase o trivial o arbitraria. Trivial, si se limitase a decir que lo que yo propongo puede incorporarse a su teoría; pues, desde luego, si todo puede ser incorporado a una teoría, la teoría pierde su capacidad de guiar y de discriminar. Y arbitraria, si lo negase, ya que, ¿cuáles son las razones que, en el marco de su teoría, permiten aducir que es más importante la legalidad que la justicia, o la justicia que la legalidad? Yo no las veo.
4. Política criminal y positivismo ideológico
La crítica acabada de esbozar (que es la central), acerca de la naturaleza de la teoría y de sus proposiciones, creo que tiene también mucho que ver con las dos críticas metodológicas adicionales que a continuación esbozaré. Así, en segundo lugar, hay que destacar que Sánchez-Ostiz señala que, en realidad, su trabajo comenzó a desarrollarse a través de un método inductivo: partiendo de los ordenamientos jurídicos reales, como el español, para intentar ir sistematizando, abstrayendo y generalizando sus principios político-criminales subyacentes; y, a partir de ahí, construyendo una teoría más general, la que finalmente presenta en el libro.
La crítica que puede hacerse a esta forma de proceder es obvia, me parece: se trata de un método que, necesariamente, se revela incapaz de proporcionar los materiales para la elaboración de una teoría de la política criminal que posea algún valor práctico (por usar también el neologismo que emplea Sánchez-Ostiz: "práxico") en tanto que guía para la acción político-criminal (de legisladores, aplicadores del Derecho, etc.). Y ello, porque lo que este método podría proporcionar, a lo sumo, sería una descripción de lo que es el Derecho Penal español vigente (o un conjunto de ordenamientos penales). Descripción útil para un historiador, un sociólogo o antropólogo del Derecho, o para un estudioso del Derecho comparado (o, por supuesto, como propedéutica para la elaboración ulterior de una verdadera teoría o propuesta político-criminal). Pero que, empleada como sustento directo de una teoría de la política criminal, ha de producir, necesariamente, una teoría de una índole muy específica: una teoría político-criminal ideológicamente positivista. (Recuerdo que, según Norberto Bobbio, existe positivismo ideológico cuando se afirma que una norma jurídica es justa por el hecho de haber sido puesta.)
Pues no otra cosa obtendremos: una teoría de cómo es la política criminal efectivamente realizada en un ordenamiento. Que, desde luego, puede servir para algunas cosas: para corregir excesos, para ordenar y perfeccionar las regulaciones existentes. Pero que difícilmente servirá, sin embargo, para valorar, de forma independiente (de las propias disposiciones jurídicas), el valor moral e instrumental del Derecho positivo. Lo cual, en mi opinión, constituye un inconveniente muy notable de este género de teorías político-criminales.
De nuevo, me parece que la objeción que apunto no se queda tan sólo en el plano teórico, sino que tiene importantes consecuencias prácticas: incapacita (o, si se quiere, limita muy gravemente) a la teoría de la política criminal que se propone para ser una marco idóneo para la ideación y la valoración de propuestas político-criminales que resulten muy diferentes de las que imperan en el Derecho positivo; y que, sin embargo, pueden resultar perfectamente justificables, desde el punto de vista moral y/o instrumental..
Veámoslo otra vez con un ejemplo. Personalmente pienso -lo defiendo con más detalle en un libro de próxima publicación- que un Derecho Penal justo puede y debe perseguir la evitación no sólo de conductas que interfieran ilegítimamente en la libertad (negativa) del sujeto pasivo (por ejemplo, arrebatándole parte de su patrimonio), sino que también debe evitar conductas que provoquen situaciones permanentes de dominación, en las que el sujeto activo no tenga por qué interferir en la libertad de acción del sujeto pasivo, porque éste se halla en una situación tal que se someterá a su poder sin necesidad de que aquél exprese su voluntad ni le presione: deben poder reprimirse, así, por vía penal (no todas, pero sí muchas) conductas de explotación -aun voluntariamente aceptada. E incluso pienso que deben poder reprimirse, en ciertas ocasiones, conductas de no intervención para mejorar la situación jurídica del sujeto pasivo: por ejemplo, de un empresario, respecto de algunos de sus trabajadores.
La cuestión es que estas dos formas de dañosidad (que se alejan de la concepción liberal del bien jurídico, usualmente defendida, obedeciendo más bien a una teoría republicana del mismo) difícilmente tienen cabida en el vigente Derecho positivo, por lo que sería arduo derivarlas de cualquiera de los principios que del mismo pueden llegar a derivarse. Sin embargo, me parece que esto no es ningún argumento, ni a favor ni en contra de que tales propuestas político-criminales deban defenderse e incorporarse a una política criminal justificable. Argumentos que sólo cabe buscar en el debate moral, político y de racionalidad instrumental: en argumentos, pues, completamente independientes de lo que pueda eventualmente decir, en cada momento, el Derecho positivo. Pero, si esto es así, entonces el método inductivo ha de fracasar, necesariamente, a la hora de sistematizar la política criminal: vale decir, la política criminal normativamente deseable.
5. Problemas metodológicos e indecidibilidad
Por fin, con independencia de cuál haya sido el origen genético de la sistematización que Sánchez-Ostiz nos presenta (que ya he señalado que parece ser una inducción a partir del Derecho positivo), lo cierto es que, en su presentación final, la misma adopta una forma explícitamente deductiva: de los fundamentos al sistema, y de éste a los tópicos decisorios. Ya he indicado, sin embargo, que tal sistema deductivo está, en realidad, radicalmente infradeterminado, tanto por abajo como por arriba. Por abajo: puesto que partir del Derecho positivo no proporciona ninguna base firme a una teoría de la política criminal. Y por arriba: puesto que no se proporciona ningún anclaje sólido (vale decir: moral y político) a los "radicales humanos" y a los "principios básicos" de los que se parte.
De este modo, lo que al final hallamos es un sistema (de la política criminal) falsamente deductivo. Porque, en realidad, las deducciones sólo funcionan bien en los eslabones intermedios. Así, por ejemplo, si se desea, sin duda alguna resulta posible deducir la exigencia de culpabilidad en el delincuente del principio ("básico") de respeto a la dignidad humana; y también es posible extraer de aquel "subprincipio" ciertas consecuencias concretas (la prohibición de las pena para inimputables, por ejemplo). Pero ni el principio de respeto a la dignidad humana aparece suficientemente fundado, en la teoría, en cuanto a sus bases morales y políticas. (Por lo que en principio cabría tanto cuestionarlo in toto como sobre todo -hipótesis más plausible- discutir su alcance, sus implicaciones normativas: un principio mal fundamentado es siempre un principio impreciso.) Ni la deducción del "sub-principio de culpabilidad" a partir del principio de respeto a la dignidad humana es una implicación necesaria, sino que depende más bien del concepto de dignidad humana que se maneje (cuestión moral), así como de las potestades que se reconozca al Estado -y al Derecho- en relación con el individuo (cuestión política). Ni, en fin, se proporciona herramienta heurística alguna que permita decidir qué acciones de los operadores del sistema jurídico caen dentro del alcance del "sub-principio" de culpabilidad y cuáles no.
Esto, en la práctica, conduce a un modelo de política criminal que (además de no suficientemente fundamentado desde el punto de vista teórico) carece de criterios firmes para distinguir entre las propuestas político-criminales justificadas y las que no lo están. Así, por ejemplo, en relación con el mencionado "sub-principio de culpabilidad", Sánchez-Ostiz puede defender (pp. 221-222) que la aplicación de medidas de seguridad deben constituir antes la excepción que la regla. Y yo puedo concordar con él, en cuanto a la idea general. Pero lo que me parece que falta por completo en su elaboración es cualquier criterio material que nos permita determinar en qué casos se dan circunstancias que autorizan hacer una excepción, y privar de derechos fundamentales a un sujeto delincuente más allá (o en vez) de lo que estipule la pena que le corresponda. Por formularlo en casos concretos: ¿puede la protección de la vida o de la libertad sexual de los individuos justificar ("excepcionalmente") la imposición de medidas de privación de libertad -la custodia de seguridad- a un penado por asesinatos en serie o por reiteradas violaciones cuando su peligrosidad criminal no haya disminuido al finalizar el cumplimiento de su pena? Yo diría que no. Desconozco que diría Sánchez-Ostiz. Pero lo que sí sé es que su teoría no proporciona criterios para resolver la cuestión.
6. Para acabar: discursos político-criminales e ideología del Derecho Penal
En conclusión, y a consecuencia de todos los déficits metodológicos que he intentado ir exponiendo a lo largo de esta reseña, el panorama que finalmente acaba por percibir el lector de Fundamentos de Política criminal (al menos, este lector) es algo que resulta demasiado próximo a una racionalización ideológica (por insuficientemente argumentada) del Derecho positivo y de las políticas criminales que lo sustentan y orientan. Para ser justo: ni de todo el Derecho positivo, ni de todas esas políticas criminales, pues también hay espacio, en la obra de Sánchez-Ostiz, para las críticas. No obstante, lo cierto es que se echa de menos otro enfoque, más vigoroso desde el punto de vista moral y político (menos atento, pues, y acrítico, con el Derecho positivo) y más riguroso en el aspecto metodológico (más claro a la hora de enlazar y justificar cada una de sus tesis).