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lunes, 27 de mayo de 2013

The Phantom of the Opera (Terence Fisher, 1962)


Sabido es que la novela Le Fantôme de l'Opéra, de Gaston Leroux, escenificaba, vulgarizándolos, muchos de los tópicos de la imaginería del romanticismo. Probablemente a causa de este carácter vulgarizador, la novela ha sido, en el marco de la industria cultural, fuente de numerosas adaptaciones, tanto teatrales como cinematográficas.
De entre estas últimas, sin duda alguna fue la versión silente que dirigió Rupert Julian en 1924 (The Phantom of the Opera), protagonizada por Lon Chaney, la que más y mejor se aproximaba a la imaginería romántica originaria (más allá de la novela misma de partida), para acogerla plenamente, en el terreno visual (aprovechando, además, las particularidades estéticas propias del cine mudo, completamente desarrolladas ya por aquel entonces -las he estudiado ya en varias entradas de este Blog: 1 y 2), y resaltar así el lado más feérico y telúrico de la ideología romántica. Desde este punto de vista, la versión de 1924 resulta, tanto en el plano temático como en el formal, perfectamente irreprochable.

Y, desde este punto de vista, desde luego, la adaptación de Terence Fisher de 1962 -la que ahora comento- resultaría notoriamente fallida (como a veces ha sido destacado), a causa de su incapacidad para alcanzar los vuelos fantásticos que Julian demostró que era posible lograr.

No conviene, sin embargo, dejarse arrastrar por esta primera impresión. Pues, en verdad, nunca existió un único romanticismo, homogéneo, ni en lo estético ni en lo ideológico, sino que, antes al contrario, más bien hubo siempre diversas concepciones románticas, acerca de la realidad y de las formas más adecuadas de representarla, con un cierto aire de familia todas ellas, pero también notablemente diferentes en muchos de sus elementos específicos distintivos.

En este sentido, deseo sugerir que la versión que Terence Fisher dirigió de la historia del fantasma de la ópera, más allá incluso de sus particulares circunstancias de producción (una producción de Hammer Film Productions, con su consiguiente traslación de la acción dramática y de su ambientación a Gran Bretaña, así como con las usuales limitaciones presupuestarias de la productora), constituye efectivamente una buena adaptación también de la ideología y de la estética románticas. Aunque, eso sí, de una muy específica (que poco tiene que ver con la opción que había adoptado Rupert Julian y que es probable que se aparte completamente de las intenciones originales de Leroux).

En concreto, quiero indicar que la clave de romanticismo de la película de Fisher estriba principalmente en su constante contraposición (tanto en el plano temático como en el formal) entre vulgaridad y sublimidad, tema absolutamente constante de la ideología romántica. En efecto, lo que nos narra la adaptación de Fisher no es tanto la tradicional historia de fantasmas (al modo de la película de Julian) o un melodrama (tono que predominaba en la versión dirigida por Arthur Lubin en 1943), sino más bien la historia de tres personas (el profesor Petrie, devenido fantasma -Herbert Lom-, una cantante -Heather Sears- y un productor teatral -Edward de Souza) que se han de enfrentar, para avanzar en el desarrollo de su arte y de su voluntad creativa, a una sociedad vulgar, mediocre, opresiva y dominada por los explotadores.


En este sentido, resulta, según creo, muy significativa la forma en la que son presentados los antagonistas de los tres protagonistas: un noble mediocre, inmoral y explotador que aprovecha su posición social privilegiada (Michael Gough); pero también un populacho brutal, incapaz de comprender nada de lo que los artistas pretenden crear y expresar. Un populacho representado, sobre todo, por las vulgares y chillonas limpiadoras del teatro, por el repugnante cazador de ratas, pero también por los policías insensibles o por el propio sirviente del fantasma, tan ignorante y brutal como los restantes.

La cuestión, entonces, es que no sólo la caracterización de los personajes antagonistas, sino la forma en la que Fisher les presenta, induce a representarse esta contraposición entre "espiritualidad" (artística) y vulgaridad. Se trata, así, de secuencias de una extraordinaria fuerza dramática y visual: la lágrima que asoma en el único ojo sano del fantasma al escuchar cantar su ópera a Christine, los chillidos de las limpiadoras del teatro, la mirada taimada y brutal del cazador de ratas, las ratas huyendo del saco, entre nuevos chillidos, etc. Y, mientras tanto, nuestros tres protagonistas, que continúan buscando su destino (de creadores), aunque ello les lleve a arriesgarse (y, en el caso del fantasma, a terminar muriendo, para salvar, una vez más, al arte).

Podríamos, pues, decir que la modalidad de romanticismo que Fisher esboza (al cabo, se trata tan sólo de una pequeña película con pretensiones comerciales) es la de un cierto romanticismo social: aquél que ve al arte y al "espíritu" como únicas formas de oposición posibles a la vulgaridad insoportable de una sociedad fea, injusta y cruel.

Puede verse la película completa aquí:


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