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miércoles, 27 de marzo de 2013

Bernard E. Harcourt: The Illusion of Free Markets. Punishment and the Myth of Natural Order


El objeto de este libro (Harvard University Press, Cambridge/ London, 2011) es la exploración de los orígenes ideológicos de uno de los aspectos centrales de eso que se ha dado en llamar el "lado oscuro" del pensamiento liberal: en concreto, la paradoja de que una teoría política que apuesta, en principio, por la maximización de la libertad individual, acabe, sin embargo, por proponer una política criminal que propugna un Derecho Penal que, aunque limitado en cuanto a su ámbito, es muy intenso en cuanto a su nivel de intervencionismo sobre los derechos fundamentales de los delincuentes. En opinión de Harcourt, la constitución de esta doble faz del liberalismo (abstencionista en lo económico, intervencionista frente al infractor) crea el marco de pensamiento dentro del cual pueden prosperar, en las circunstancias sociopolíticas adecuadas (como las que el neoliberalismo ha proporcionado), las políticas criminales expansionistas que venimos sufriendo a lo largo de las últimas décadas.

Harcourt se remonta a los orígenes del pensamiento penal contemporáneo, para poner de manifiesto (como ya lo había hecho Michel Foucault, en su Surveiller et punir) cómo Cesare Beccaria, el santo patrón de la reforma ilustrada del Derecho Penal, se movía principalmente dentro de unos parámetros ideológicos propios del cameralismo y de la Polizeiwissenschaft: esto es, de la racionalización de la gobernanza de las poblaciones. En este sentido, su programa reformista para el Derecho Penal resulta ser, antes que un programa humanitario, uno racionalizador, volcado hacia cuestiones de eficacia de la intervención penal.

Explora posteriormente el autor la manera, sesgada, en la que el pensamiento racionalizador de Beccaria fue acogido por los fisiócratas, antecesores directos de la primera ideología liberal: aceptando su visión intervencionista (e instrumentalista) del Derecho Penal, pero limitándola a lo que sucediese fuera del ámbito de la actividad económica, en el que, por el contrario, se entendía que reinaba un "orden natural" (en virtud de leyes naturales), que no necesitaba de la intervención estatal.

Es interesante, en este sentido, comprender cómo los fisiócratas sostenían que, mientras que la autoridad política debía abstenerse de cualquier intervención que alterase las leyes naturales que regulan el funcionamiento del sistema económico, por el contrario, en el ámbito de las infracciones (de la "violencia" y del "fraude"), apostaban por lo que ellos mismos denominaron "despotismo legal" ("despotisme légal"): por una estrategia de acción estatal intervencionista ilimitada.

La pregunta que surge necesariamente aquí es: ¿cómo fue posible ulteriormente cohonestar la idea de la maximización de la libertad, tan cara a la teoría política liberal, con el intervencionismo sin límite, puramente instrumentalista, frente a los infractores? Harcourt apunta que la explicación de esta aparente paradoja pasa por atender específicamente a la figura de Jeremy Bentham. Pues, por una parte, Bentham recupera la concepción racionalista (e instrumentalista) del Derecho Penal que había esbozado en su momento Beccaria.  Y, en consecuencia, es el primero en introducir, en sus propuestas político-criminales, una lógica racionalizadora, pero puramente instrumental (es decir, las consideraciones morales permanecen ausentes -o, de otro modo, quedan suprimidas por el peso de los argumentos utilitaristas, sedicentemente morales).

Por otra parte, además, Bentham aporta (o, por mejor decir, desarrolla en todos sus extremos) una justificación con pretensiones de justificación moral para el intervencionismo estatal extremado en materia penal: la búsqueda de "la mayor utilidad para el mayor número" -la justificación utilitarista, en suma- justificaría, según esto, cualquier medida que resultase necesaria (y eficaz). También (y sobre todo, puesto que Bentham comparte con  los restantes liberales la confianza en la autorregulación del sistema económico) en el ámbito del Derecho Penal.

Con esto -sigue el hilo argumental del libro- llegaríamos a nuestra época. Y, en concreto, al desarrollo del análisis económico del Derecho Penal. Un análisis que, según sus sostenedores, permitiría explicar y justificar, desde un punto de vista "científico" (¡como si la labor de justificación moral pudiera ser alguna vez una actividad científica!), la razón y el criterio de medida de la intervención jurídico-penal: delito debería ser cualquier conducta (pero sólo ellas) que pretenda eludir los mecanismos de interacción ("voluntaria") propios del mercado (de cualquier mercado: los explícitos, pero también los implícitos, como el matrimonial, el sexual, etc.). Y dicha actividad debería ser castigada -de nuevo, retornan Beccaria y Bentham- tanto como fuese necesario para asegurar que la misma no resulta rentable (no resulta racional) para su autor.

Por supuesto, como apunta Harcourt, toda esta construcción ideológica sólo puede sostenerse sobre la base de varios mitos, científicamente indefendibles: sobre el mito de la autorregulación eficiente del sistema económico; y sobre el mito de que dicho sistema opera de forma autónoma, independiente de cualquier regulación externa. Y, además, sobre la base de una presuposición (moral, política) que rara vez llega a ser explicitada, y mucho menos a ser puesta en cuestión: la de que existe una diferencia esencial entre las conductas ("voluntarias") que tienen lugar dentro del mercado, que pueden ser reguladas a través de los mecanismos "internos" de la economía misma, y las conductas que pretenden "eludir" al mercado (por emplear la gráfica expresión de Richard Posner), que deberían ser reprimidas a través de medios coercitivos.

(De hecho, también Harcourt sugiere -y esto creo que resulta muy interesante- que un análisis económico del Derecho limpio de prejuicios ideológicos podría llevar a resultados muy diferentes: a la conclusión de que ciertas conductas infractoras, aun cuando esté justificada su represión desde el punto de vista moral, no deberían, pese a todo, ser prohibidas, perseguidas ni sancionadas, debido a que ello no resultaría racional desde el punto de vista instrumental, en atención al balance entre costes y beneficios. Es decir, un análisis de esta índole, bien entendido, podría tener, de hecho, un impacto despenalizador. He explorado esta cuestión  -aunque de modo tan sólo incipiente- en un libro de próxima publicación.)


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