Orlando Figes ha intentado, en este libro (trad. C. Vidal, Edhasa, Barcelona, 2010), presentar una interpretación global de todo el proceso revolucionario ruso producido en torno a 1917: desde sus orígenes en la crisis del régimen zarista hasta la consolidación del nuevo régimen soviético. Una interpretación que pretende ser, ante todo, históricamente verosímil, eludiendo -en la medida en que ello es posible- la politización de las perspectivas acerca de la revolución, tan usual en Occidente desde 1917 (primero, con la política de apoyo a la contrarrevolución rusa, luego, en la estrategia de contención del comunismo y, posteriormente, durante la guerra fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética); pero aún hoy presente en buena parte de la subsistente propaganda anticomunista y antirrevolucionaria, disfrazada de análisis histórico.
Para empezar, conviene advertir de la existencia de dos limitaciones notables en este libro. La primera resulta inevitable: en la medida en que se privilegia la visión global del proceso histórico sobre los detalles de los acontecimientos, hay cuestiones que son tratadas (no con superficialidad, pero sí) un tanto "a vista de pájaro". Así, por ejemplo, el desarrollo de la guerra civil, la constitución de los gobiernos "blancos" contrarrevolucionarios, el papel de las potencias occidentales, las políticas del gobierno soviético o los detalles de las estrategias de terror de todos los bandos, aparecen únicamente esbozadas, aunque no exista profundidad en el tratamiento: en muchos casos, uno desearía obtener más detalles sobre dichos extremos. Es éste, no obstante, un precio casi ineludible de la amplitud de la perspectiva adoptada, por lo que apenas puede ser considerado como un defecto de la obra.
Más llamativa es la notoria incapacidad del autor para eludir por completo sus propios puntos de vista morales y políticos (en resumen: demoliberales, de un occidentalismo nada ambiguo) a la hora de realizar valoraciones históricas acerca de un proceso que, como el revolucionario ruso, se distancia tanto de la realidad sociopolítica -la de los países capitalistas ricos occidentales- desde la que aquellos puntos de vista son formulados. Dicha incapacidad (relativa, como veremos) para eliminar el moralismo del discurso histórico hace que Figes caiga con excesiva frecuencia en valoraciones claramente anacrónicas (ciertos patrones de comportamiento político, considerados por él deseables, eran, en la Rusia de los años diez, claramente inviables -pese a todo, el autor viene a reconocerlo también en varias ocasiones). Y, debido a ello, tampoco es capaz de evitar la tentación de la especulación histórica contrafáctica: ¿qué hubiera pasado si...? Esta forma de elucubración, escasamente científica, más propiamente moralista, parece carecer de sentido en una obra de investigación histórica -como ésta, sin duda, lo es- rigurosa; y que consiguientemente, en tanto que tal, no puede adherirse a ninguna (desacreditada) filosofía teleológica de la historia.
La tentación del moralismo se pone especialmente de manifiesto en la dificultad de Figes para aproximarse de forma suficientemente empática a la estrategia política del partido bolchevique (al fin y al cabo, la triunfadora) y a la figura de Lenin. Aquí, el autor casi sólo halla malevolencia, intenciones conspirativas, afán de poder, etc. Y, sin embargo, dichas explicaciones resultan tan claramente insuficientes para explicar lo que hicieron los bolcheviques para llegar al poder y para mantenerlo que, aquí, la interpretación se vuelve un tanto pueril. (Puede verse un amplio análisis crítico de esta incapacidad de Figes para examinar adecuadamente la acción política bolchevique en la reseña del libro publicada en H-Net.)
Hasta aquí, los defectos de la obra. Y, sin embargo, pese a todo, nos hallamos probablemente ante la mejor explicación e interpretación global de que disponemos acerca del proceso revolucionario. Y es que, a pesar de sus limitaciones, Figes nos conduce (a veces, uno pensaría, incluso en contra de sus propias, y moralistas, pretensiones) a percibir con mucha nitidez todas las tendencias sociales que acabaron por confluir en el proceso revolucionario. Y a comprender cómo dicho proceso fue, en realidad, la suma de varios procesos (de cambio social acelerado) que concurrieron y se entrechocaron. Y cómo, en el marco de tal situación de inestabilidad sociopolítica, las distintas clases sociales y los diferentes grupos políticos intentaron maniobrar, para obtener sus fines e intereses; al menos, lo que percibían como tales, en aquel momento de enorme confusión.
Para quien, como es mi caso, no es historiador, sino que está interesado principalmente en el estudio de los mecanismos -por emplear la expresión de Jon Elster- del cambio político radical, la obra de Figes resulta enormemente reveladora. Tres fenómenos, en efecto, constituyen los factores causales principales en su explicación de las características del proceso revolucionario:
1º) El fracaso del régimen zarista a la hora de proporcionar una gobernanza que satisficiera cuando menos a los grupos sociales hegemónicos y, a través de su apoyo, proporcionase, de cara al resto de la ciudadanía, alguna forma de ideología de la legitimidad política al régimen. La incapacidad para afrontar tanto las cuestiones socioeconómicas (problema agrario, crecimiento del proletariado industrial, pobreza, alimentación, etc.) como las de índole político (libertades, eficacia de las políticas públicas, representación, etc.) desacreditaron de forma general al régimen. El enorme desafío de la "guerra total" que añadió el estallido de la primera guerra mundial vino a plasmar de manera perceptible lo que hasta aquel momento era tan sólo descrédito y desafección.
2º) La quiebra tanto de los medios coercitivos de la dominación política como de cualquier resto de legitimidad política (y, por consiguiente, de la obligación política a ella ligada) condujo a cada clase social a buscar sus propios intereses, desligándose de todo "bien común". En concreto, el campesinado (tanto en el campo como en el seno del ejército, del que constituía la abrumadora mayoría de la clase de tropa y de los suboficiales) puso en marcha una estrategia consistente de lucha de clases, orientada a conseguir más tierra, a obtener autonomía para sus comunidades y a romper con la dominación social de la nobleza. Una línea similar de acción (aun cuando adaptada a sus propias circunstancias, urbanas) adoptó también el proletariado industrial (al fin y al cabo, estrechamente vinculado aún a sus orígenes rurales): control obrero sobre los centros de trabajo, mejora de las condiciones de trabajo, eliminación de la coerción patronal, etc.). De este modo, tuvo lugar en Rusia a lo largo de 1917 un grand peur, que desestabilizó las tradicionales relaciones de dominación social (de la nobleza, la burguesía y los propietarios) y puso en cuestión cualquier autoridad del Estado.
3º) Sobre dicho proceso de cambio social acelerado tuvieron que (intentar) cabalgar los diferentes grupos políticos. En este sentido, Figes pone de manifiesto -acaso, como digo, contra su propio gusto- cómo, en realidad, sólo el partido bolchevique fue capaz de elaborar una estrategia adecuada a aquel momento.
Pues la derecha optó desde el primer momento por la estrategia contrarrevolucionaria. Una estrategia que fracasó, a causa de la radical oposición popular (obreros y campesinos -así como las nacionalidades no rusas- tenían mucho que perder si triunfaba la contrarrevolución) y de la falta de un apoyo militar externo consistente. Por su parte, el centro liberal intentó responder a la crisis con medidas exclusivamente políticas y jurídicas: reformas constitucionales, otorgamiento de libertades civiles y políticas, etc. Este programa no podía corresponder con los anhelos -esencialmente de índole socioeconómica- de las clases populares (que, de nuevo, tenían poco que ganar con la estrategia legalista de los liberales, y mucho que perder, de lo que habían arrebatado ya a las clases propietarias). Por fin, en la izquierda no bolchevique hubo una constante duda acerca de cuál era la estrategia más apropiada: basculando permanentemente entre el legalismo de los liberales y un posible gobierno revolucionario de base popular, pero, en todo caso, orientado hacia la preservación de la dominación política del viejo Estado sobre la población.
Los bolcheviques, por su parte, optaron desde un inicio (aun con inevitables vacilaciones y contradicciones) por justificar y defender la revolución social que estaba teniendo lugar, aun siendo conscientes de que conllevaba necesariamente efectos de desorganización política, hasta el punto de hacer desaparecer prácticamente cualquier autoridad y cualquier poder coercitivo real del aparato estatal. Figes lo analiza desde la perspectiva de una estrategia (maquiavélica) de destrucción, orientada a facilitar su posterior toma del poder político. Es probable que algo de maquiavelismo, sin duda alguna, existiese: aunque, en contra del moralismo del autor, hay que observar que ello no constituye en absoluto un defecto en la acción política, que ha de estar orientada en todo caso a lograr un impacto sobre la realidad.
Pero hay que advertir, además, que la estrategia bolchevique no sólo era más racional desde el punto de vista instrumental: es que también era la más coherente con sus puntos de vista (radicalmente pragmatistas e instrumentalistas) acerca de la naturaleza del Estado, del Derecho y de la política.
Lo cierto es que, a resultas de este cúmulo de factores, el poder político acabó en manos bolcheviques. Y que, gracias a su estrategia, los bolcheviques pudieron agrupar en torno a ellos (no tanto por lo convincente de su programa, sino por su condición de líderes del bando popular, con una organización y una estrategia) a las clases obreras y campesinas, frente a las clases propietarias, derrotando a la contrarrevolución en la guerra civil.
A este respecto, es interesante detenerse un instante a reflexionar acerca de la acusación (habitual, en el discurso contrarrevolucionario) de "blanquismo": de que un putsch no es una revolución. Y es que, según creo, la dicotomía es claramente falsa desde el punto de vista empírico: de hecho, momentos decisivos de los procesos revolucionarios tienen lugar prácticamente siempre a través de la técnica política del golpe de Estado (si es desde dentro del aparato burocrático) o del golpe de mano (si es desde fuera del Estado, mediante un grupo -más o menos- armado). Ello es tan sólo una cuestión de índole instrumental (la conquista, física, de ciertos espacios en los que se alberga el poder político y la capacidad de coerción del Estado exige, para ser alcanzada de forma efectiva, el empleo de determinados medios eficaces). Pero nada dice aún acerca de la justificación moral de la acción revolucionaria: dependerá de los objetivos empleados, así como de la moralidad de los instrumentos. Y menos aún de su legitimidad política, que tiene que ver (en la concepción democrática del poder político) con el respaldo popular de que la acción goce.
Por supuesto, cuestión muy distinta sería, luego, qué hacer con el poder político así obtenido. Pues construir el nuevo Estado soviético y regular su funcionamiento y su relación con la sociedad era una tarea radicalmente diferente que maniobrar de forma táctica en el marco de una crisis revolucionaria (y aun que organizar un ejército revolucionario y ganar una guerra civil). Pero esa, desde luego, fue ya otra historia...
Para empezar, conviene advertir de la existencia de dos limitaciones notables en este libro. La primera resulta inevitable: en la medida en que se privilegia la visión global del proceso histórico sobre los detalles de los acontecimientos, hay cuestiones que son tratadas (no con superficialidad, pero sí) un tanto "a vista de pájaro". Así, por ejemplo, el desarrollo de la guerra civil, la constitución de los gobiernos "blancos" contrarrevolucionarios, el papel de las potencias occidentales, las políticas del gobierno soviético o los detalles de las estrategias de terror de todos los bandos, aparecen únicamente esbozadas, aunque no exista profundidad en el tratamiento: en muchos casos, uno desearía obtener más detalles sobre dichos extremos. Es éste, no obstante, un precio casi ineludible de la amplitud de la perspectiva adoptada, por lo que apenas puede ser considerado como un defecto de la obra.
Más llamativa es la notoria incapacidad del autor para eludir por completo sus propios puntos de vista morales y políticos (en resumen: demoliberales, de un occidentalismo nada ambiguo) a la hora de realizar valoraciones históricas acerca de un proceso que, como el revolucionario ruso, se distancia tanto de la realidad sociopolítica -la de los países capitalistas ricos occidentales- desde la que aquellos puntos de vista son formulados. Dicha incapacidad (relativa, como veremos) para eliminar el moralismo del discurso histórico hace que Figes caiga con excesiva frecuencia en valoraciones claramente anacrónicas (ciertos patrones de comportamiento político, considerados por él deseables, eran, en la Rusia de los años diez, claramente inviables -pese a todo, el autor viene a reconocerlo también en varias ocasiones). Y, debido a ello, tampoco es capaz de evitar la tentación de la especulación histórica contrafáctica: ¿qué hubiera pasado si...? Esta forma de elucubración, escasamente científica, más propiamente moralista, parece carecer de sentido en una obra de investigación histórica -como ésta, sin duda, lo es- rigurosa; y que consiguientemente, en tanto que tal, no puede adherirse a ninguna (desacreditada) filosofía teleológica de la historia.
La tentación del moralismo se pone especialmente de manifiesto en la dificultad de Figes para aproximarse de forma suficientemente empática a la estrategia política del partido bolchevique (al fin y al cabo, la triunfadora) y a la figura de Lenin. Aquí, el autor casi sólo halla malevolencia, intenciones conspirativas, afán de poder, etc. Y, sin embargo, dichas explicaciones resultan tan claramente insuficientes para explicar lo que hicieron los bolcheviques para llegar al poder y para mantenerlo que, aquí, la interpretación se vuelve un tanto pueril. (Puede verse un amplio análisis crítico de esta incapacidad de Figes para examinar adecuadamente la acción política bolchevique en la reseña del libro publicada en H-Net.)
Hasta aquí, los defectos de la obra. Y, sin embargo, pese a todo, nos hallamos probablemente ante la mejor explicación e interpretación global de que disponemos acerca del proceso revolucionario. Y es que, a pesar de sus limitaciones, Figes nos conduce (a veces, uno pensaría, incluso en contra de sus propias, y moralistas, pretensiones) a percibir con mucha nitidez todas las tendencias sociales que acabaron por confluir en el proceso revolucionario. Y a comprender cómo dicho proceso fue, en realidad, la suma de varios procesos (de cambio social acelerado) que concurrieron y se entrechocaron. Y cómo, en el marco de tal situación de inestabilidad sociopolítica, las distintas clases sociales y los diferentes grupos políticos intentaron maniobrar, para obtener sus fines e intereses; al menos, lo que percibían como tales, en aquel momento de enorme confusión.
Para quien, como es mi caso, no es historiador, sino que está interesado principalmente en el estudio de los mecanismos -por emplear la expresión de Jon Elster- del cambio político radical, la obra de Figes resulta enormemente reveladora. Tres fenómenos, en efecto, constituyen los factores causales principales en su explicación de las características del proceso revolucionario:
1º) El fracaso del régimen zarista a la hora de proporcionar una gobernanza que satisficiera cuando menos a los grupos sociales hegemónicos y, a través de su apoyo, proporcionase, de cara al resto de la ciudadanía, alguna forma de ideología de la legitimidad política al régimen. La incapacidad para afrontar tanto las cuestiones socioeconómicas (problema agrario, crecimiento del proletariado industrial, pobreza, alimentación, etc.) como las de índole político (libertades, eficacia de las políticas públicas, representación, etc.) desacreditaron de forma general al régimen. El enorme desafío de la "guerra total" que añadió el estallido de la primera guerra mundial vino a plasmar de manera perceptible lo que hasta aquel momento era tan sólo descrédito y desafección.
2º) La quiebra tanto de los medios coercitivos de la dominación política como de cualquier resto de legitimidad política (y, por consiguiente, de la obligación política a ella ligada) condujo a cada clase social a buscar sus propios intereses, desligándose de todo "bien común". En concreto, el campesinado (tanto en el campo como en el seno del ejército, del que constituía la abrumadora mayoría de la clase de tropa y de los suboficiales) puso en marcha una estrategia consistente de lucha de clases, orientada a conseguir más tierra, a obtener autonomía para sus comunidades y a romper con la dominación social de la nobleza. Una línea similar de acción (aun cuando adaptada a sus propias circunstancias, urbanas) adoptó también el proletariado industrial (al fin y al cabo, estrechamente vinculado aún a sus orígenes rurales): control obrero sobre los centros de trabajo, mejora de las condiciones de trabajo, eliminación de la coerción patronal, etc.). De este modo, tuvo lugar en Rusia a lo largo de 1917 un grand peur, que desestabilizó las tradicionales relaciones de dominación social (de la nobleza, la burguesía y los propietarios) y puso en cuestión cualquier autoridad del Estado.
3º) Sobre dicho proceso de cambio social acelerado tuvieron que (intentar) cabalgar los diferentes grupos políticos. En este sentido, Figes pone de manifiesto -acaso, como digo, contra su propio gusto- cómo, en realidad, sólo el partido bolchevique fue capaz de elaborar una estrategia adecuada a aquel momento.
Pues la derecha optó desde el primer momento por la estrategia contrarrevolucionaria. Una estrategia que fracasó, a causa de la radical oposición popular (obreros y campesinos -así como las nacionalidades no rusas- tenían mucho que perder si triunfaba la contrarrevolución) y de la falta de un apoyo militar externo consistente. Por su parte, el centro liberal intentó responder a la crisis con medidas exclusivamente políticas y jurídicas: reformas constitucionales, otorgamiento de libertades civiles y políticas, etc. Este programa no podía corresponder con los anhelos -esencialmente de índole socioeconómica- de las clases populares (que, de nuevo, tenían poco que ganar con la estrategia legalista de los liberales, y mucho que perder, de lo que habían arrebatado ya a las clases propietarias). Por fin, en la izquierda no bolchevique hubo una constante duda acerca de cuál era la estrategia más apropiada: basculando permanentemente entre el legalismo de los liberales y un posible gobierno revolucionario de base popular, pero, en todo caso, orientado hacia la preservación de la dominación política del viejo Estado sobre la población.
Los bolcheviques, por su parte, optaron desde un inicio (aun con inevitables vacilaciones y contradicciones) por justificar y defender la revolución social que estaba teniendo lugar, aun siendo conscientes de que conllevaba necesariamente efectos de desorganización política, hasta el punto de hacer desaparecer prácticamente cualquier autoridad y cualquier poder coercitivo real del aparato estatal. Figes lo analiza desde la perspectiva de una estrategia (maquiavélica) de destrucción, orientada a facilitar su posterior toma del poder político. Es probable que algo de maquiavelismo, sin duda alguna, existiese: aunque, en contra del moralismo del autor, hay que observar que ello no constituye en absoluto un defecto en la acción política, que ha de estar orientada en todo caso a lograr un impacto sobre la realidad.
Pero hay que advertir, además, que la estrategia bolchevique no sólo era más racional desde el punto de vista instrumental: es que también era la más coherente con sus puntos de vista (radicalmente pragmatistas e instrumentalistas) acerca de la naturaleza del Estado, del Derecho y de la política.
Lo cierto es que, a resultas de este cúmulo de factores, el poder político acabó en manos bolcheviques. Y que, gracias a su estrategia, los bolcheviques pudieron agrupar en torno a ellos (no tanto por lo convincente de su programa, sino por su condición de líderes del bando popular, con una organización y una estrategia) a las clases obreras y campesinas, frente a las clases propietarias, derrotando a la contrarrevolución en la guerra civil.
A este respecto, es interesante detenerse un instante a reflexionar acerca de la acusación (habitual, en el discurso contrarrevolucionario) de "blanquismo": de que un putsch no es una revolución. Y es que, según creo, la dicotomía es claramente falsa desde el punto de vista empírico: de hecho, momentos decisivos de los procesos revolucionarios tienen lugar prácticamente siempre a través de la técnica política del golpe de Estado (si es desde dentro del aparato burocrático) o del golpe de mano (si es desde fuera del Estado, mediante un grupo -más o menos- armado). Ello es tan sólo una cuestión de índole instrumental (la conquista, física, de ciertos espacios en los que se alberga el poder político y la capacidad de coerción del Estado exige, para ser alcanzada de forma efectiva, el empleo de determinados medios eficaces). Pero nada dice aún acerca de la justificación moral de la acción revolucionaria: dependerá de los objetivos empleados, así como de la moralidad de los instrumentos. Y menos aún de su legitimidad política, que tiene que ver (en la concepción democrática del poder político) con el respaldo popular de que la acción goce.
Por supuesto, cuestión muy distinta sería, luego, qué hacer con el poder político así obtenido. Pues construir el nuevo Estado soviético y regular su funcionamiento y su relación con la sociedad era una tarea radicalmente diferente que maniobrar de forma táctica en el marco de una crisis revolucionaria (y aun que organizar un ejército revolucionario y ganar una guerra civil). Pero esa, desde luego, fue ya otra historia...