En este libro (Tecnos, Madrid, 2005) se compendia una exposición de las principales tesis políticas y jurídico-constitucionales de los dirigentes bolcheviques: en particular, de V. I. Lenin, de L. Trotsky, de J. V. Stalin y de N. Bujarin.
Lo que llama la atención en esta exposición es la rotunda simpleza de las tesis bolcheviques: un instrumentalismo craso (una suerte de pragmatismo teóricamente mísero), que no puede ocultar su desprecio e impaciencia -y, seguro, su notoria ignorancia- respecto de las cuestiones (políticas, jurídicas) complejas que abordan. En efecto, constantemente se desprecian todos los problemas más profundos de naturaleza política y jurídica, que era necesario abordar cuando se trataba de discutir (tanto en el plano puramente instrumental como en el de la legitimidad política -por no hablar del aspecto moral, directamente despreciado como "idealismo") la forma de la revolución y, luego, la forma que debía adoptar el nuevo sistema político. De manera que, al final, lo que hallamos es tan sólo un cúmulo de formulismos, vacíos de contenido (más aún de un contenido susceptible de ser validado en términos empíricos). Y, en tanto que tales, incapaces tanto de orientar en la acción política como de proporcionar criterios de evaluación de la misma.
De este modo, debates clave de la teoría y de la filosofía política son abordados por el liderazgo bolchevique de un modo superficial y zanjados, como decía, con formulismos: cuestiones como las de la democracia, la dictadura, la forma que debía adoptar la gobernanza bajo el socialismo, la representación política, el pluralismo o los derechos subjetivos.
Es cierto que debe tenerse en cuenta que el bolchevismo partía de un marco cultural -el del marxismo de comienzos de siglo- aquejado por serios déficits metodológicos y epistemológicos, a causa de su craso enfoque economicista y positivista. A ello hay que añadir, probablemente, el peso de las carencias propiamente rusas: un partido clandestino, con graves limitaciones organizativas y culturales. Y, por supuesto, la aparición de oportunidades (revolucionarias) completamente inesperadas, que es claro que desbordaban con mucho la capacidad de reflexión de los líderes y de los teóricos más capacitados (no sólo rusos).
Es cierto también que acaso el déficit de reflexión teórica constituyese, en la práctica, una ventaja para que el partido se lanzase a la lucha revolucionaria, en 1917, y posteriormente a la defensa del nuevo régimen: sin dilaciones, sin dudas. Con el oportunismo y el pragmatismo (al menos, a corto plazo) que permitían irse adaptando a las cambiantes circunstancias sociopolíticas.
Pero, desde luego, estas carencias acabaron por resultar evidentes y dolorosas cuando el nuevo sistema político acabó de consolidarse. Y el partido bolchevique fue incapaz de proporcionar ninguna orientación política sólida (ni en el plano de la legitimidad ni en el plano instrumental) al Estado soviético.
No diremos, pues, que la falta de teoría (política y jurídica) abocó al bolchevismo a su sombrío destino: acaso esto sí que sería una afirmación exageradamente idealista... Pero, cuando menos, hay que reconocer que la soberbia pretensión de construir un sistema político de nuevo cuño y de gobernar una sociedad grande y compleja, a través de un Estado también gigantesco, sin una reflexión política y jurídica de algún calado teórico, resultó ser un ejemplo de manual de aquello que los pensadores griegos habían denominado -y demonizado como- hybris.
De este modo, debates clave de la teoría y de la filosofía política son abordados por el liderazgo bolchevique de un modo superficial y zanjados, como decía, con formulismos: cuestiones como las de la democracia, la dictadura, la forma que debía adoptar la gobernanza bajo el socialismo, la representación política, el pluralismo o los derechos subjetivos.
Es cierto que debe tenerse en cuenta que el bolchevismo partía de un marco cultural -el del marxismo de comienzos de siglo- aquejado por serios déficits metodológicos y epistemológicos, a causa de su craso enfoque economicista y positivista. A ello hay que añadir, probablemente, el peso de las carencias propiamente rusas: un partido clandestino, con graves limitaciones organizativas y culturales. Y, por supuesto, la aparición de oportunidades (revolucionarias) completamente inesperadas, que es claro que desbordaban con mucho la capacidad de reflexión de los líderes y de los teóricos más capacitados (no sólo rusos).
Es cierto también que acaso el déficit de reflexión teórica constituyese, en la práctica, una ventaja para que el partido se lanzase a la lucha revolucionaria, en 1917, y posteriormente a la defensa del nuevo régimen: sin dilaciones, sin dudas. Con el oportunismo y el pragmatismo (al menos, a corto plazo) que permitían irse adaptando a las cambiantes circunstancias sociopolíticas.
Pero, desde luego, estas carencias acabaron por resultar evidentes y dolorosas cuando el nuevo sistema político acabó de consolidarse. Y el partido bolchevique fue incapaz de proporcionar ninguna orientación política sólida (ni en el plano de la legitimidad ni en el plano instrumental) al Estado soviético.
No diremos, pues, que la falta de teoría (política y jurídica) abocó al bolchevismo a su sombrío destino: acaso esto sí que sería una afirmación exageradamente idealista... Pero, cuando menos, hay que reconocer que la soberbia pretensión de construir un sistema político de nuevo cuño y de gobernar una sociedad grande y compleja, a través de un Estado también gigantesco, sin una reflexión política y jurídica de algún calado teórico, resultó ser un ejemplo de manual de aquello que los pensadores griegos habían denominado -y demonizado como- hybris.