He estado leyendo estos días pasados este libro (trad. A. Antón Fernández, El Viejo Topo, Barcelona, 2011), que tanta polémica ha suscitado en la izquierda europea (en el nº 280 -mayo 2011- de El Viejo Topo aparecen algunos de los textos de la misma), por su presunto intento de rehabilitar la denostada figura -a derecha e izquierda- de Joseph Vissarionovich Stalin, líder revolucionario bolchevique y luego Secretario General del Partido Comunista y líder de la Unión Soviética. Y he de decir, en síntesis, que ni tanto ni tan calvo: no es la justificación que algunos han querido ver de los abusos de derechos humanos cometidos en la Unión Soviética durante su mandato; pero, de cualquier forma, resulta ser un libro bastante decepcionante.
No es una justificación de abuso alguno. Más bien es -y ello resulta interesante- un intento de distanciarse críticamente de la seudo-historia moralizante y politizada que resulta esencial para construir la "memoria histórica" hegemónica (en un contexto de wigh history, a tenor de cuyo discurso los horrores del pasado vendrían a justificar, por comparación, las miserias de la dominación presente). En este caso, la memoria histórica anticomunista. En efecto, como muy bien señala Domenico Losurdo, esta forma de construir discursos acerca de la historia utiliza los hechos históricos de una manera muy peculiar (y completamente anticientífica): selecciona algunos hechos en bruto (a veces, los falsifica) y los introduce en esquemas simplistas de explicación causal y en interpretaciones teleológicas y/o idealistas de la evolución social e histórica. Todo ello, con el fin último de llegar a conclusiones "morales": una moralina infantiloide, más al modo de la moralidad implícita en el peor -no en el mejor- cine clásico, o en la peor literatura pulp (los personajes de la historia se reparten entre "los buenos" y "los malos"), que de cualquier discurso ético racional. Y una moralina que sirve, ante todo, para incidir sobre los imaginarios sociales, con fines políticos: si Stalin era "un monstruo", y Stalin era comunista, entonces o el comunismo es monstruoso, o al menos da oportunidad a los monstruos a obrar sin límite alguno.
(Me he ocupado ya de otro intento de desmontar esta forma de historia demonológica y teratológica: el de Arno J. Mayer, en relación con el genocidio nazi de la población judía europea.)
Frente a ello, Domenico Losurdo reclama, con razón, que la acción política sea analizada de un modo más complejo. Desde luego, también desde el punto de vista moral: aunque siempre desde una moralidad lo suficientemente compleja para tomar en consideración todas las circunstancias, así como las alternativas de actuación realmente existentes. Pero no sólo desde el punto de vista moral. Porque la política no es sólo -aunque también lo sea- moralidad en acción: también es una tarea con sus propias peculiaridades y limitaciones, a la vista de su naturaleza de acción colectiva y de acción realizada a través de medios institucionales. De este modo, la acción política (como, por lo demás, ocurre igualmente con la acción individual) no es plenamente libre: es llevada a cabo por agentes que parten de ciertas creencias, acerca de la realidad y acerca de los valores, que actúan en determinadas situaciones y que, por todo ello, únicamente se plantean algunas alternativas de acción, no todas (porque algunas son imposibles y porque otras les resultan inimaginables).
Podemos, desde luego, hacer juicios morales retrospectivos. Ello nos ayuda a aclarar nuestros propios criterios éticos. Pero, sobre todo, es aún más interesante ser capaces de representarnos la situación en la que se tuvieron que tomar las decisiones del modo más realista posible. Pues, dado que muchas situaciones se repiten o se asemejan, el análisis de las alternativas verdaderamente existentes en cada momento (no sólo las que fueron percibidas por los agentes reales, sino otras que pudieron quedarles ocultas) permiten -así sí- "aprender de la historia" (en alguna medida tan sólo, claro está).
En este sentido, Domenico Losurdo intenta visibilizar el contexto histórico real en el que la acción política de Stalin tuvo lugar, con toda su violencia, todas sus tensiones, todos sus dilemas. Y creo que triunfa en ese empeño.
Es claro: Stalin no fue ningún monstruo. Stalin fue un político, que adoptó decisiones orientado por determinados fines. Decisiones en las que -como siempre sucede- intentó conciliar objetivos contrapuestos, esforzándose en hallar puntos de equilibrio entre diversos niveles de satisfacción de los mismos. Sus decisiones tuvieron consecuencias, enormes consecuencias: algunas buscadas, otras no intencionadas. (Michael Mann ha analizado, muy convincentemente, el carácter no intencionado de buena parte de las consecuencias dramáticas de la colectivización del campo.) Y todo ello lo hizo, por supuesto, dentro de un determinado marco mental (el de la teoría bolchevique del Estado y del comunismo), que limitaba sus opciones.
También resulta evidente que, en contra de las comparaciones apresuradas que la construcción ideológica y ahistórica del concepto de "totalitarismo" favorece, Stalin no es Adolf Hitler. Desde luego, lo es para sus víctimas: para la víctima de un abuso de derechos humanos, tanto da Adolf Hitler que el ministro español del Interior que encubra un solo caso de tortura. (Y, si hablamos de cantidades, entonces son también Hitler los reyes ingleses y los presidentes norteamericanos que promovieron la masacre y el hambre en, respectivamente, las colonias y los pueblos indígenas originarios.) Pero, más allá de los sentimientos de las víctimas, emplear estas comparaciones como instrumento conceptual es condenarse a no entender nada: puesto que el sentido político de la acción contrarrevolucionaria del nacionalsocialismo alemán y la revolucionaria del comunismo soviético eran completamente diferentes (por no decir que contrapuestas). Y también lo eran sus actos en contra de los derechos humanos.
¿Por qué, entonces, pese a todo el libro me ha resultado decepcionante? Tal vez no por lo que dice, sino por aquello que no trata (que no trata en detalle). Pues, en efecto, el libro se concentra en exceso en ejercicios, un tanto fútiles, de comparación (entre la violencia de Stalin y la de Hitler, entre los abusos de Stalin y los de los países occidentales en sus imperios coloniales, etc.). Mientras que, por el contrario, no aborda una cuestión que, desde mi perspectiva, es la más fascinante de todas: ¿fue posible, en realidad, para Stalin una política responsable que, al tiempo, respetase ciertos mínimos de moralidad? Y me parece fascinante, precisamente, por la posibilidad de que sólo quepa dar una respuesta negativa: si sí que fue posible, nos quedaremos tranquilos; tan sólo el comprensible error humano de percepción de la situación en la que se hallaba llevó a Stalin y al partido comunista a acometer una política racional, pero inmoral. Pero, me pregunto, ¿y si no tenía alternativa (responsable, eficaz)? Tal es la inquietante cuestión (que tiene que ver con la mejor tradición politicológica -la de Niccolò Macchiavelli, no la de los rutinarios teóricos barrocos de la "raison d'État" y sus discípulos contemporáneos), que en el libro queda abierta.
También resulta evidente que, en contra de las comparaciones apresuradas que la construcción ideológica y ahistórica del concepto de "totalitarismo" favorece, Stalin no es Adolf Hitler. Desde luego, lo es para sus víctimas: para la víctima de un abuso de derechos humanos, tanto da Adolf Hitler que el ministro español del Interior que encubra un solo caso de tortura. (Y, si hablamos de cantidades, entonces son también Hitler los reyes ingleses y los presidentes norteamericanos que promovieron la masacre y el hambre en, respectivamente, las colonias y los pueblos indígenas originarios.) Pero, más allá de los sentimientos de las víctimas, emplear estas comparaciones como instrumento conceptual es condenarse a no entender nada: puesto que el sentido político de la acción contrarrevolucionaria del nacionalsocialismo alemán y la revolucionaria del comunismo soviético eran completamente diferentes (por no decir que contrapuestas). Y también lo eran sus actos en contra de los derechos humanos.
¿Por qué, entonces, pese a todo el libro me ha resultado decepcionante? Tal vez no por lo que dice, sino por aquello que no trata (que no trata en detalle). Pues, en efecto, el libro se concentra en exceso en ejercicios, un tanto fútiles, de comparación (entre la violencia de Stalin y la de Hitler, entre los abusos de Stalin y los de los países occidentales en sus imperios coloniales, etc.). Mientras que, por el contrario, no aborda una cuestión que, desde mi perspectiva, es la más fascinante de todas: ¿fue posible, en realidad, para Stalin una política responsable que, al tiempo, respetase ciertos mínimos de moralidad? Y me parece fascinante, precisamente, por la posibilidad de que sólo quepa dar una respuesta negativa: si sí que fue posible, nos quedaremos tranquilos; tan sólo el comprensible error humano de percepción de la situación en la que se hallaba llevó a Stalin y al partido comunista a acometer una política racional, pero inmoral. Pero, me pregunto, ¿y si no tenía alternativa (responsable, eficaz)? Tal es la inquietante cuestión (que tiene que ver con la mejor tradición politicológica -la de Niccolò Macchiavelli, no la de los rutinarios teóricos barrocos de la "raison d'État" y sus discípulos contemporáneos), que en el libro queda abierta.
En resumidas cuentas: Domenico Losurdo toma como objeto de su (justificado) ataque a quien en verdad no lo merece, y deja a un lado asuntos que, tanto intelectual como políticamente, resultaban más relevantes. El libro de Losurdo es, ciertamente, un convincente ataque en contra de los más burdos panfletos anticomunistas (del tipo de El libro negro del comunismo). La pregunta es si merece la pena perder mucho tiempo escribiendo un libro en contra de tales proyectos, que no pretenden -más que aparentemente- revestirse de la credibilidad de la seriedad intelectual, sino que juegan en otra liga: la del panfleto político. Que, en tanto que tal, debe ser enfrentado por medios que tienen que ver más con la propaganda política que con la ciencia. En cambio, Losurdo ha abordado sólo superficialmente, únicamente a manera de sutiles sugerencias, cuestiones que realmente eran capitales para el correcto entendimiento de la acción política. Y más aún para cualquier intento de política transformadora y emancipatoria.
(Véase también, sobre otra reseña del libro: