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viernes, 12 de octubre de 2012

The deep blue sea (Terence Davies, 2011)


El melodrama es, sin duda alguna, uno de los géneros más cerradamente codificados dentro del cine clásico. Tal vez por ello resulten casi siempre tan interesantes los experimentos en torno al mismo: los de Douglas Sirk a partir de las películas de los años treinta de John M. Stahl. O, más recientemente, los de Todd Haynes (en Far from heaven y en la mini-serie televisiva Mildred Pierce) acerca del trasfondo ideológicamente oculto del melodrama clásico y las traslaciones de Wong Kar-Wai al medio social de la post-modernidad. (Mucho más fructíferos, desde luego, son estos experimentos con el melodrama que los escasos -y cuestionables- experimentos que se han ensayado recientemente en relación con el cine criminal, con el western o con el género musical.)

Terence Davies se apunta, sin dudarlo, a este programa de experimentación formal en relación tanto con los temas tópicos como con los estilemas formales del género melodramático.Ya en The house of mirth había demostrado su maestría para presentarnos un melodrama "frío", en el que el tono melodramático aparecía contenido, interiorizado. (Y, si se quiere, en realidad en sus primeras películas, explícitamente autobiográficas, también podía rastrearse cierto élan -bien que muy contenido- propio del melodrama.)

Ahora, en The deep blue sea, el talante experimental de la obra se agudiza, por cuanto que afecta ya directamente a su forma. En efecto, la trama que narra la película (extraída de una obra teatral de Terence Rattigam) es prototípicamente melodramática: adulterio, amores no convencionales, pasión, sentimientos, moralidad, decepción y fracaso, intento de suicidio, etc. Lo relevante, sin embargo (lo que vuelve especial a la película y digna de particular valoración) es el tratamiento de dicha trama. A través de una detenida fragmentación del espacio de la narración y del tiempo narrativo (utilizando comedida y sabiamente los flash-backs), lo que el director nos presenta son, prácticamente, escenas, relativamente aisladas, de entrega y de exposición emocional. Escenas que el/la espectador(a) se verá impulsado a hacer encajar en una historia... que, en todo caso, permanece hasta el fin llena de oquedades. En particular, carecemos de información bastante acerca de lo que -de acuerdo con la ideología melodramática- debería constituir el deus ex machina de la historia: el verdadero alcance de las emociones que los principales protagonistas (los personajes protagonizados por Rachel Weisz y Tom Hiddleston) han experimentado y aún experimentan. En este sentido, la película mantiene su reserva, su carácter enigmático.

De esta combinación de expansión de la forma (fragmentación espacial y temporal, particular atención a los espacios de la trama, escenas -relativamente- autosuficientes) y opacidad de la historia surge, me parece, un nuevo resultado de la experimentación melodramática: no sólo es que (como ocurría en Sirk) el melodrama se revele ante todo como forma de la narración; tampoco es que siempre exista un trasfondo reprimido (y siniestro) en la ideología melodramática, como demuestran las narraciones de Todd Haynes. Ni siquiera basta con comprobar que -en Wong Kar-Wai- el cambio en el medio social del melodrama altere su significación. Lo nuevo, en el tratamiento de Terence Davies, consiste en impulsar una desviación del foco de la atención hacia los marcos: hacia los espacios, los tiempos y las compañías (de personas: ¡esos espléndidos personajes secundarios de la película!) en las que forma (de expresión) melodramática cobra todo su sentido.

De esta manera, conociendo, en su esencia, ya desde un principio el sentido de la trama, sin embargo, al ver la película, descubrimos que su verdadera significación (la de la emoción que el melodrama evoca) sólo se pone a nuestro alcance cuando la misma es llevada a efecto: en unos espacios, en unos tiempos, en unos ambientes sociales, con unas personas determinadas que acompañan a los personajes protagonistas. Que se trata, en suma, de una emoción, la melodramática, necesariamente social; y rígidamente codificada, por ende. (Lo cual, por cierto, desdice cuanto se suele afirmar, demasiado alegremente, acerca de la conexión entre emoción "romántica" y libertad.)




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