Prototípica película del género negro, tan sólo deseo destacarla (además de como un ejemplar más -no particularmente destacado, pero siempre estimable- del género) por el evidente amoralismo que se deriva de la narración; apenas disfrazado por las conveniencias comerciales y del Código Hays.
En efecto, más allá de la (dudosa) conversión moral que el guión fuerza tanto en el personaje protagonista como -en realidad- en varios más, lo cierto es que la verdadera (y más realista) moraleja que trasluce la narración es: las buenas intenciones resultan, en sí mismas (y por sí solas), inútiles; la fuerza impera. Por lo que quien desee obtener un objetivo, aun si es uno moralmente valioso, deberá atenerse a las limitaciones y a las reglas propios de la racionalidad instrumental. Deberá hacer (por la fuerza) valer su razón. No cabe, pues, albergar (falsas) esperanzas en la propia acción (bienintencionada), sin fundamento en un buen análisis, racional, de las relaciones de fuerza y de poder existentes, en las que la acción ha de insertarse.
En este sentido, Christopher Kelvaney (encarnado por Robert Taylor), verdadero deus ex machina de la narración, se nos aparece como un hombre de acción. Y, en tanto que tal, eficaz. "¡Basta ya de discursos!", es su frase favorita. Pues es un sujeto que -como demuestra en todo momento- conoce la distancia entre las palabras, las intenciones, las acciones y los resultados. Cosa que -también queda establecido en la narración- no ocurre con otros de los personajes de la trama, aferrados, vanamente, a esperanzas, ilusiones y buenos deseos.