"Somos hombres, pertenecemos a la misma familia humana a la que pertenecían nuestros verdugos. Ante la enormidad de su culpa, también nosotros nos sentimos ciudadanos de Sodoma y Gomorra; no lograremos sentirnos ajenos a la acusación que un juez extraterreno, basándose en nuestro propio testimonio, elevaría contra la humanidad entera.
Somos hijos de aquella Europa donde está Auschwitz: hemos vivido en el siglo en el que se ha torcido la ciencia y que ha alumbrado las leyes raciales y las cámaras de gas. ¿Quién puede estar seguro de que es inmune a la infección?"
Esto afirma Primo Levi, en uno de los pequeños escritos acerca de su experiencia como antiguo deportado en los campos de exterminio, recogidos en el libro que comento (una edición española que agrupa trabajos aparecidos separadamente en Italia).
Todo el volumen, todos los escritos, transitan por esta vía: la del deber de memoria de la víctima (deber que cumplió, a conciencia, con su trilogía en torno a sus vivencias en Auschwitz), que resulta luego extensible a toda la ciudadanía, acerca de las aberraciones del género humano, de sus violaciones de la dignidad humana.
Y, sin embargo, lo más llamativo (pues lo primero nadie se atreve a ponerlo en duda, en términos de principio -aunque en la práctica sea ignorado con frecuencia) resulta ser su capacidad para, en tanto que víctima, incluirse en la común humanidad con los verdugos, con los perpetradores, con los criminales. Sin disculparles, claro está, ni pretender perdonarles. Tan sólo comprender que también son humanos. Y que -como apunta en otro pasaje- "juzgar es necesario, pero difícil. (...) es propio de los regímenes despóticos coartar la libertad de elección de los individuos, haciendo que su ejercicio se vuelva ambiguo y paralizando nuestra facultad de juicio. ¿Sobre quién pesa la culpa del mal cometido (o que se dejó cometer)? ¿Sobre el individuo que se ha dejado convencer o sobre el régimen que lo ha convencido? Sobre ambos, claro está, pero los pesos respectivos de esta culpa deben juzgarse extremando la cautela y caso por caso. Y ello se debe, precisamente, a que nosotros no somos totalitarios y los etiquetados globales, caros a los regímenes totalitarios, a nosotros nos repugnan".
¡Qué categoría moral! ¡Qué diferencia con la llantina sensiblera y moralista, hoy habitual, (no tanto de ellas mismas, sino más bien) de quienes pretenden hablar nombre de las víctimas, y así monopolizar la -pretendida- "inocencia", y el poder que conlleva!