Estamos acostumbrad@s, demasiado acostumbrad@s, a que las narraciones que se nos narran lo sean siempre a través de un desenfreno de retórica: si contemplamos una muerte, será un drama, si un enamoramiento, habrá dulzura y belleza por todas partes,... Pero (porque el problema no recae tan sólo en el cine más comercial), igualmente, si contemplamos un comportamiento fascista o la desesperación existencial, nos vendrán bien adobados de comentarios -visuales, sonoros, interpretativos- que dejen claro qué deberíamos sentir y/o pensar... si es que somos espectador@s normales, como se debe ser.
¿Qué se nos pierde, en este camino de la retórica (aun de la retórica del realismo)? Se nos pierde, se nos diluye, hasta casi la desaparición, la conexión entre la imagen y lo real. Lo real, aquí, son los cuerpos: su carnalidad, su presencia, su gesticulación, su movimiento. Eso es, en realidad, todo lo que vemos, todo lo que deberíamos ver (y escuchar), en cine: cuerpos agitándose, entre las cosas. Lo demás lo ponemos nosotr@s, espectador@s. Peor aún: nos lo dan puesto, nos lo imponen, como interpretación autorizada, correcta, ejemplar.
Bruno Dumont -no sé cuán conscientemente- es de los que se niega a entrar en el juego: en el juego de la retórica. (Como Claire Denis. Como André Techiné. Una cierta tendencia del cine francés, parecería...) Por ello, nos narra una historia común (de soledad, de hastío, de racismo, de estupidez, de desesperanza). Pero renuncia a narrarla al modo acostumbrado: usualmente retórico.
Y, por ello, en su película, La vie de Jésus, los cuerpos (unos cuerpos que parecen reales) aparecen esplendorosos. Y son el signo que hemos de seguir: los cuerpos y sus movimientos y gestos.
Y es esta (aparente) carencia de retórica lo que más nos inquieta: porque, al cabo, los personajes convencionalmente racistas, convencionalmente fascistas, convencionalmente desesperados,... vale decir, personajes insertos en una retórica explícita, resultan ser, en fin, materia idónea para nuestros discursos: de exclusión y de inclusión. Para nuestros ejercicios de poder, en tanto que espectador@s (y representantes de la opinión "normal"(izada), que nos han sido adecuadamente transmitida, antes de entrar en la sala, y que generalmente vemos luego tranquilizadoramente reconfirmada durante la proyección). Por contra, cuando lo que presenciamos son cuerpos, son gestos, apenas acciones: ¿cómo aplicarles "nuestro" discurso? No, el cuerpo desnudo no permite fácilmente el diálogo. Desearíamos, pues, ejercer la violencia, también desnuda, abierta, contra él.
Pero, claro, los cuerpos de los actores en la pantalla son tan sólo sombras. Nada puede contra ellos la violencia. Y, de este modo, su presencia se nos impone, inquietante: no podemos estigmatizarlos fácilmente, tampoco ignorarlos... (¿Deberíamos abandonar la sala, incómodos? Ésta es la respuesta habitual, en el/a espectador(a) adocenad@. Mas, ¿cómo aceptarlo quien presuma de mentalidad abierta? Tendrá que quedarse y soportar -y, en el mejor de los casos, analizar, como yo lo he intentado- su inquietud...)