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viernes, 15 de junio de 2012

"Sueño y silencio", de Jaime Rosales


Desde siempre, he sentido una perplejidad profunda ante el cine de Jaime Rosales: tanto en los casos en los que más me ha gustado (Las horas del día, La soledad) como en los que menos (Tiro en la cabeza y -de algún otro modo- la película que ahora comento), he detectado -y, según creo, no soy el único- una constante disociación entre las intenciones declaradas por el director, a la hora de construir sus películas, y aquello que a mí me resultaba más evidente, tanto en el fondo como en la forma, y más relevante también, en las mismas.

Ahora, me vuelve a ocurrir. Rosales, en efecto, en todas sus declaraciones acerca de Sueño y silencio pone el énfasis sobre la construcción de un acontecimiento que ha de suceder delante de la cámara. Según esto, la peculiaridad estética de su cine (la duración de los planos, la distancia focal, el intencionado desaliño de los encuadres, las conversaciones y silencios de sus personajes, la iluminación y el grano "grueso" de la textura visual de sus imágenes, etc.) estribaría ante todo en su capacidad para hacer que sucedan eventos -emocionales, cuando menos- delante de la cámara, y permitir que ésta los registre, sin adiciones retóricas. (Al estilo, por ejemplo, de Mike Leigh o, en los años setenta, de las obras primerizas de R. W. Fassbinder, o del Groupe Dziga Vertov.)

Desde este punto de vista, confieso mi desinterés por los resultados. Acaso haya sido en Tiro en la cabeza donde mejor se haya demostrado que (como, por lo demás, cualquier reflexión estética mínimamente detenida pone enseguida de manifiesto) la espontaneidad, la inmediatez y la desnudez visual constituyen tanto una retórica como la película más manierista de -digamos- Béla Tarr. Pues allí ocurría que la observación conductista y a distancia de las cotidianas vicisitudes de un miembro de un grupo armado casi nada nos revelaban: ni sobre él, ni sobre su causa, ni las razones que le llevaban a matar a dos agentes de policía. Es decir, solamente el conocimiento que teníamos del conflicto vasco (el hecho, pues, de ser españoles) hacía que atribuyésemos alguna significación a lo que allí sucedía. De hecho, pues, el espacio profílmico se volvía, en general, escasamente significativo. La estética de la desnudez fracasaba.

¿Por qué, entonces, merece la pena, pese a todo, seguir viendo las películas de Jaime Rosales? Pues porque (no sé si a favor o en contra de su intención real) en las mismas acaba por aparecer algo que sí que es revelador, e interesante. En todas ellas, la relajación de las convenciones estilísticas habituales permite que accedamos a una observación mucho más "pura" -más desnuda, quiero decir- de la dramatización de la historia narrada. Porque, al cabo, nos hallamos solamente ante unos actores que se mueven, hablan, gesticulan. Y ante una cámara que, mal que bien, registra tales movimientos, palabras y gestos.

Y de todo ello, de tan poco, surge, me parece, una luz: surge la revelación (no por conocida menos necesitada de confirmación fenomenológica -para eso ha de servir, precisamente, el arte) de que, por más que nos empeñemos en pretender ignorarlo, en realidad nuestros enrevesados rituales (de cortejo, de duelo, de convivencia,...) sólo sirven para enmarcar el vacío. Para hacer más llevadera una existencia limitada, material, carente de sentido. Ello, que ha estado siempre ahí (y ha sido puesto de manifiesto por la filosofía contemporánea más lúcida), viene a aparecer en nuestras pantallas, cuando los personajes de las películas de Rosales obran, hablan y se mueven, sin ulterior explicación, simplemente.

En Sueño y silencio, el ritual es del duelo: la muerte de la hija da lugar al desenvolvimiento de la amplia panoplia de recursos humanos para intentar negar la realidad, de la extinción física y de la desaparición total del ser amado. Y, sin embargo, cuando la película termina, hemos comprendido -yo, al menos, pude confirmarlo- que todos los rituales están, en el fondo, vacíos: son exorcismos, tan irracionales como todos ellos, que no conducen a ninguna parte. Porque el duelo ha de terminar. Y porque, en realidad, nada ocurre, cuando un@ de nosotr@s desaparece.

Por todo esto, por esta capacidad de desnudar al ser humano, delante de la cámara (pero obsérvese que, siempre, a través de la dramatización -nada que ver, pues, realmente con un cine de la experiencia), el cine de Jaime Rosales sigue siempre dándonos que pensar y haciéndonos gozar de momentos de revelación, que bien merecen nuestra paciente atención.


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