Es sabido, a estas alturas, que la representación del genocidio constituye una cuestión en extremo delicada, tanto desde el punto de vista moral como desde el estético. Existen, en efecto, al menos tres riesgos que, según creo, amenazan en todo momento a dicha representación: la banalización (el "modelo Spielberg"), la santificación y el monólogo sin sentido de las víctimas. Cuando se incurre en cualquiera de las tres faltas, lo cierto es que la representación deviene irrelevante: pues no penetra en los enigmas del genocidio, carece de cualquier capacidad de revelarnos cuáles fueron las claves de una realidad tan inasible (por inmensa, por inimaginable) como lo ha sido siempre la de las prácticas genocidas.
La película de Rithy Panh que ahora comento es una indagación sobre los campos de concentración y exterminio del régimen comunista "khmer rojo" en Camboya. Un ejemplo único de prácticas genocidas (en el sentido estricto de la palabra, apartando el uso analógico y meramente propagandístico que es usual en la propaganda anticomunista de la derecha) a manos de un régimen comunista, que pretendió reconfigurar desde cero la sociedad camboyana a través de la violencia.
La película se concentra principalmente, sin embargo, en las entrevistas que el director y un superviviente de los campos mantienen con varios de los agentes que participaron en el genocidio (jefes, torturadores, guardianes). Con ellos, y en el espacio actualmente subsistente de uno de aquellos campos, se reconstruyen momentos, actuaciones, anécdotas. Y se indaga en cierta medida (aunque sin una insistencia excesiva) en el sentimiento de responsabilidad y de culpabilidad de los perpetradores... que, al menos en apariencia, no se revela excesivo, sino más bien adobado de excusas y pretendidas atenuaciones.
La parte inquietante (y más interesante) de esta representación es, precisamente, la reacción moral de los perpetradores. O, más bien, la falta de reacción: nos hallamos aquí, en efecto, de un ejemplo más -si aún hiciera falta- de la capacidad del ser humano para autojustificar cualquiera de sus maldades, de achacárselas siempre a otros y de ocultar cualquier sentimiento de culpa.
La cuestión es si esta estrategia narrativa nos permite avanzar algo en nuestro conocimiento (no sólo global, sino también fenomenológico) acerca de las prácticas genocidas, o de las prácticas genocidas camboyanas. Cabe dudarlo. Y es que acaso el genocidio -por esa naturaleza necesariamente gigantesca y horrenda- constituya la mejor piedra de toque para comprobar que, al menos desde el punto de vista estético, el empirismo craso no parece ser un gran método de trabajo: sin un trabajo previo en torno a las categorías (de lo que se pretende representar, pero también de las formas que se han de emplear en dicha representación), la mera mostración de datos, de hechos, de individuos, difícilmente aporta nada (a lo ya sabido), tan sólo mera acumulación (relativamente) inane.