Desde siempre, mis preferencias estéticas han estado (cuando menos, en las artes narrativas) en contra de la estilística del manierismo: formas de narrar que anteponen a cualquier otra consideración -y, a veces, dan exclusividad a- la belleza formal (un cierto estilo de belleza) de las imágenes mostradas. Así, me he confesado incapaz de apreciar obras como las de Béla Tarr. No, no se trata de abominar de la formalización: antes al contrario, creo profundamente que tal tarea es, precisamente, la que le atañe al arte, que ni es ni debe pretenderlo un sermón o un libro de ciencias sociales. Pero la cuestión es, en todo caso, el equilibrio: una forma justa para un contenido relevante, tal es el ideal. (De este modo, directores tan formalistas como Andrei Tarkovsky o Ingmar Bergman se cuentan entre mis preferidos: precisamente, porque su puesta en imágenes, alambicada en extremo, posee un sentido -dramático, narrativo, temático- propio.)
Viene todo esto a cuento de la última película estrenada de Yorgos Lanthimos, Alpeis. En ella, la tentación del manierismo parece estar presente casi a cada paso: la introversión de los personajes, la escasez de diálogos, los silencios, la cámara que acosa y asfixia la narración, la iluminación plomiza,...
Y, sin embargo, he de confesarlo, a pesar de todas mis reticencias, lo cierto es que la película -la narración- acaba por funcionar, más allá de (o, quizá, precisamente por) la forma adoptada. En efecto, la apabullante historia de unos individuos que se dedican a sustituir a otros (a personas fallecidas, idas) y a vivir (parte de) sus vidas pasadas, repitiéndolas, parece decirnos algo -a mí, al menos, me lo dice. Algo, sin duda alguna, inquietante: acerca de la identidad, del (sin)sentido de existir, de nuestros deseos y nuestras desesperanzas.
Nos dice algo, creo, la película. Mas -esto lo tengo también por obvio- nada nos enseña, ni lo pretende. Y es que Alpeis (tal vez aún con mayor evidencia que la anterior película de Lanthimos, la muy estimable Kynodontas) parece ser antes (con sus interpretaciones actorales sin expresión, sus imágenes feístas y sus acciones enigmáticas) una interrogación -ni siquiera un grito- que cualquier suerte de afirmación.
Pero tal vez las afirmaciones son, ahora, lo último que necesitamos, en la adocenada existencia que tantos viven (¿vivimos?). Acaso estamos más precisados de hacernos preguntas, de inquietarnos. Y, en este sentido, Alpeis plantea unas cuantas de tales interrogaciones incómodas e imprescindibles.
Y, sin embargo, he de confesarlo, a pesar de todas mis reticencias, lo cierto es que la película -la narración- acaba por funcionar, más allá de (o, quizá, precisamente por) la forma adoptada. En efecto, la apabullante historia de unos individuos que se dedican a sustituir a otros (a personas fallecidas, idas) y a vivir (parte de) sus vidas pasadas, repitiéndolas, parece decirnos algo -a mí, al menos, me lo dice. Algo, sin duda alguna, inquietante: acerca de la identidad, del (sin)sentido de existir, de nuestros deseos y nuestras desesperanzas.
Nos dice algo, creo, la película. Mas -esto lo tengo también por obvio- nada nos enseña, ni lo pretende. Y es que Alpeis (tal vez aún con mayor evidencia que la anterior película de Lanthimos, la muy estimable Kynodontas) parece ser antes (con sus interpretaciones actorales sin expresión, sus imágenes feístas y sus acciones enigmáticas) una interrogación -ni siquiera un grito- que cualquier suerte de afirmación.
Pero tal vez las afirmaciones son, ahora, lo último que necesitamos, en la adocenada existencia que tantos viven (¿vivimos?). Acaso estamos más precisados de hacernos preguntas, de inquietarnos. Y, en este sentido, Alpeis plantea unas cuantas de tales interrogaciones incómodas e imprescindibles.