Releía esta tarde la afamada novela corta de Joseph Conrad, muchos años después de la última vez. Llamó mi atención en este ocasión, ante todo, su carácter elusivo (por lo demás, usual en Conrad, aunque aquí llevado al extremo): lo que se presenta, en efecto, en primer plano en la narración no es otra cosa que la experiencia subjetiva de la voz principal, Marlow, que cuenta su historia del encuentro con Kurtz, años atrás, en las profundidades de África a cuatro estupefactos oyentes (uno de los cuales, a su vez, nos la retransmite a nosotr@s, lector@s).
Seguimos, pues, a la voz de Marlow, a lo largo de sus vicisitudes en el continente africano, pero, sobre todo, a lo largo de sus evocaciones e impresiones. Y sus evocaciones lo son de un universo de salvajismo: en el que -por emplear sus expresiones, que son las de Conrad- no hay ni un policía ni un carnicero que nos aten a una rutina, a unas reglas... a una tranquilidad.
No, en el universo de Kurtz (mejor: en el universo que Kurtz habita y que ha aprendido a aceptar como tal), el que Marlow evoca de forma distante, nunca plenamente explícita, sólo existe un ser humano; una mente humana, en total libertad, con todos los demonios que siempre la acompañan, por supuesto.
Es posible, desde luego, aludir aquí al trasfondo histórico de la novela, a la despiadada colonización del Congo. Creo, sin embargo, que, desde este punto de vista, la obra de Conrad resultaría notablemente insuficiente, puesto que no pretende reflejar realidad histórico-social alguna. No, al menos, de forma directa y expresa.
Pienso, más bien, que (como, en general, ocurre siempre en su narrativa) a Conrad le interesaba más articular un relato en torno a temas menos anecdóticos -esto es, no tan fijados en el espacio y en el tiempo. Vislumbrar, a través de la narración, algunos fantasmas que deambulan por nuestras mentes y por nuestro imaginario social. Y, en tal sentido, la obra se revela magistral:
- Civilización: Por supuesto, la contraposición entre civilización europea y salvajismo que aparece en la novela puede ser vista como una manifestación -otra más- del etnocentrismo del colonizador europeo, con su ignorancia y su desprecio hacia las culturas de los pueblos colonizados. Me parece, sin embargo, que el discurso de la obra resulta algo más complejo, y matizado: el salvajismo les pertenece a Kurtz, a Marlow y al mercader ruso, tanto al menos (o más) que a los africanos que adoran a aquél. No, parecería que la cuestión no es un "choque de culturas" -por emplear la anacrónica expresión-, sino la lucha entre salvajismo y civilización... una civilización que se limita a encubrir el salvajismo, siempre presente y siempre apto para volver a resurgir.
- Super-hombre: Acaso sea Heart of darkness una de las críticas más feroces -casi contemporánea- a la optimista teoría del Übermensch de F. Nietzsche. Allí donde Nietzsche veía liberación (el ser humano, más allá de la moral y de la religión, abandonado a sus propios instintos, estaría llamado a alcanzar la excelsitud), Conrad sólo ve locura, desesperación e infamia ("¡El horror!", grita Kurtz). O no: tal vez también grandeza, pero pagada a un alto precio moral. Kurtz es el sujeto abandonado a sí mismo: sin ataduras, solo con su propia consciencia.
- Acumulación por desposesión: Lo que nos lleva al marco social de tal sujeto despojado. Hace unos meses, destacaba cómo una película como White material (Claire Denis, 2009), viene a presentar, en su narración, las formas de la conciencia desgraciada del Amo, en la hegeliana dialéctica Amo-Esclavo. Aquí, por su parte, Conrad presenta un instante anterior: el momento en el que tal dialéctica está siendo constituida. Y, muy lúcidamente, viene a contarnos cómo dicha relación (de dominación -y alienación) sólo es posible de un modo: a través del horror. La completa libertad del expropiador, en el momento de la acumulación originaria (por emplear la expresión marxista), no puede, desde el punto de vista moral (y psicológico), dar lugar a otra cosa que a horror. Porque (aunque la naturalización de las categorías sociales pretenda -y, a veces, consiga- hacérnoslo olvidar) la dominación se fundamenta siempre en un horror previo: muchas veces invisible a simple vista; pero siempre cierto. Tal es, me parece, una lección fundamental a extraer del apólogo (¿de qué?) escrito por Conrad.
- Exterminio: No puedo, por ello, dejar de recordar, antes de terminar, algo que, por lo demás, ha sido ya puesto de manifiesto en múltiples ocasiones (destaco el trabajo al respecto de Enzo Traverso): el hondo parentesco entre las prácticas genocidas del nacionalsocialismo alemán con las empleadas por todos los países europeos, en América y (sobre todo) en Asia y África, durante las colonizaciones. Ello no es casualidad, mera repetición de la historia, o puro aprendizaje instrumental (de los nazis, respecto de sus antepasados europeos). Es todo ello, sin duda alguna. Pero también hay algo más: es que tanto los miembros de las S.S. como -con mayor éxito- los agentes y mercenarios de las compañías coloniales europeas estaban intentando crear un espacio de dominación, de explotación y de esclavitud. Y, para ello, ciertas técnicas parecían (y siguen pareciéndolo) imprescindibles...
Mérito de Conrad es, no obstante, el ser capaz de bucear en el alma del expropiador (del genocida) y narrarnos su propia construcción (y destrucción). Y mostrarnos, en el plano psíquico, la plasmación del aserto de Walter Benjamin, de que todo monumento de civilización lo es también de barbarie: de la barbarie que condujo a esa forma de civilización. Y mostrárnoslo -aquí estriba la magnífica ironía del relato- al hilo de la tranquila conversación de cinco individuos completamente civilizados que, en medio del Thames, departen y permiten que por un único instante (tan sólo uno: es el sino de la novela burguesa) se materialicen los fantasmas de lo que les ha llevado a ser lo que son.