Alexander Payne, en sus últimas tres películas (Election era otra cosa...), nos viene contando prácticamente la misma historia: la del proceso de desciframiento de sí mismo que lleva a cabo su protagonista (en este caso, un contenido, aunque algo insuficiente desde el punto de vista expresivo, George Clooney), a través del tránsito de un camino que acaba siendo no sólo movimiento, sino también experiencia y conocimiento.
Sus protagonistas son, consiguientemente, siempre en sus inicios personajes ausentes: ausentes de sí, pues no se conocen; y ausentes respecto de los demás, con quienes mantienen unas relaciones distantes e impersonales, carentes de emocionalidad aparente. Y es la trama, siempre una road movie -el camino, pues- lo que les fuerza a abrir los ojos y la apertura también de su actitud, hacia su propia condición y hacia la de quienes les rodean.
Nada nuevo, tal vez, por lo que hace al tema: centenares de westerns y de películas de aventuras (por no hablar de películas más alejadas de los cauces genéricos) han sido construidas sobre estas premisas. Lo característico, me parece, del cine de Alexander Payne es:
1º) Los entornos urbanizados. Los caminos que recorren los protagonistas de sus películas no son nunca verdaderamente exóticos o salvajes. Están siempre configurados por la mano del hombre. No se trata, pues, en realidad (ni siquiera en The descendants, que toca someramente la cuestión -bien que de modo por completo superficial) del enfrentamiento con la naturaleza, o con la propia condición material -corporal- del ser humano (como ocurría, tantas veces, en westerns y películas de aventuras). Por el contrario, lo decisivo aquí es el tránsito a través de flujos de experiencia eminentemente sociales: de interacciones, de roles sociales, de procesos de comunicación,...
Así, el conocimiento que los protagonistas alcanzan es, siempre, un mejor aprendizaje para vivir en esta sociedad. Aprenden, así, que hay que expresar emociones (la ideología de la gestión del yo manda...); que hay que ser un individuo "educado" y "considerado" -según los cánones convencional- para con los demás, especialmente los más próximos (a tenor de la ideología familiarista y comunitarista); y que hay que ser comprensivo con las debilidades propias y ajenas (siguiendo la blanda concepción de la tolerancia dominante).
La pregunta, por supuesto, es si en realidad el sujeto que así surge es (no sólo más hábil conviviendo y contemporizando, sino) un sujeto mejor: más feliz, más autónomo, más potente. Y ello resulta, cuando menos, dudoso.
2º) Su atonalidad estilística. Payne bascula siempre en la presentación de las historias entre la retórica del melodrama y la de la comedia, sin inclinarse marcadamente por ninguna de ellas, y alternando constantemente entre las mismas. Todo transcurre, así, en un tono bajo, contenido (que se agradece, en comparación con la innecesaria ampulosidad que resulta usual en el cine que procede de Hollywood). Las acciones se suceden, los personajes actúan y hablan... pero no pretenden (aun a pesar del amplio uso de la técnica sonora de la voz en off) explicarnos verbalmente todos y cada uno de sus pasos y sentimientos. No hay tampoco movimientos de cámara grandemente (explícitamente) significativos.
Por supuesto, todo ello sólo puede funcionar en tramas narrativas extremadamente clásicas -como las que Payne hemos visto que siempre pone en imágenes-, en las que el/la espectador(a) contemporáne@, avezad@ ya, es capaz por sí mism@ de rellenar los huecos, lo implícito. (Ello, por cierto, indica de nuevo una cierta convencionalidad en las pretensiones de la narración.)
3º) Su estructura dramática (relativamente) fragmentaria. En efecto, Payne jamás abandona el canon clásico de construcción del guión. Sin embargo, dentro de sus límites (que exigen progresión dramática, personajes con un perfil claro, causalidad psíquica, etc.), tiende a construir la trama a través de set-pieces, relativamente aisladas, desde el punto de vista de la causalidad narrativa, las unas de las otras. Así, la historia (extremadamente clásica, en el fondo, como ya he dicho) acaba apareciendo a través de la construcción del puzzle íntegro (de su reconstrucción por parte del/a espectador(a), en realidad). Y, con ello, una cierta sensación de (ya he apuntado que tan sólo relativa) libertad en la operación de enunciación-recepción de la narración, que produce placer (de nuevo, frente al habitual encorsetamiento del cine de Hollywood): el/a espectador(a) puede, efectivamente, tener la sensación de que está contemplando algunas escenas arbitrariamente seleccionadas de una vida narrada, que podrían ser otras, que no está constreñido por un corsé de convenciones, que le impidan ver más allá. Desde luego, se trata tan sólo de un (otro) artificio retórico: una película de Alexander Payne es, en el fondo, tan clásica en su concepción dramática como una de -pongamos- Christopher Nolan. Pero provoca otra forma, diferente, de placer estético.
Sus protagonistas son, consiguientemente, siempre en sus inicios personajes ausentes: ausentes de sí, pues no se conocen; y ausentes respecto de los demás, con quienes mantienen unas relaciones distantes e impersonales, carentes de emocionalidad aparente. Y es la trama, siempre una road movie -el camino, pues- lo que les fuerza a abrir los ojos y la apertura también de su actitud, hacia su propia condición y hacia la de quienes les rodean.
Nada nuevo, tal vez, por lo que hace al tema: centenares de westerns y de películas de aventuras (por no hablar de películas más alejadas de los cauces genéricos) han sido construidas sobre estas premisas. Lo característico, me parece, del cine de Alexander Payne es:
1º) Los entornos urbanizados. Los caminos que recorren los protagonistas de sus películas no son nunca verdaderamente exóticos o salvajes. Están siempre configurados por la mano del hombre. No se trata, pues, en realidad (ni siquiera en The descendants, que toca someramente la cuestión -bien que de modo por completo superficial) del enfrentamiento con la naturaleza, o con la propia condición material -corporal- del ser humano (como ocurría, tantas veces, en westerns y películas de aventuras). Por el contrario, lo decisivo aquí es el tránsito a través de flujos de experiencia eminentemente sociales: de interacciones, de roles sociales, de procesos de comunicación,...
Así, el conocimiento que los protagonistas alcanzan es, siempre, un mejor aprendizaje para vivir en esta sociedad. Aprenden, así, que hay que expresar emociones (la ideología de la gestión del yo manda...); que hay que ser un individuo "educado" y "considerado" -según los cánones convencional- para con los demás, especialmente los más próximos (a tenor de la ideología familiarista y comunitarista); y que hay que ser comprensivo con las debilidades propias y ajenas (siguiendo la blanda concepción de la tolerancia dominante).
La pregunta, por supuesto, es si en realidad el sujeto que así surge es (no sólo más hábil conviviendo y contemporizando, sino) un sujeto mejor: más feliz, más autónomo, más potente. Y ello resulta, cuando menos, dudoso.
2º) Su atonalidad estilística. Payne bascula siempre en la presentación de las historias entre la retórica del melodrama y la de la comedia, sin inclinarse marcadamente por ninguna de ellas, y alternando constantemente entre las mismas. Todo transcurre, así, en un tono bajo, contenido (que se agradece, en comparación con la innecesaria ampulosidad que resulta usual en el cine que procede de Hollywood). Las acciones se suceden, los personajes actúan y hablan... pero no pretenden (aun a pesar del amplio uso de la técnica sonora de la voz en off) explicarnos verbalmente todos y cada uno de sus pasos y sentimientos. No hay tampoco movimientos de cámara grandemente (explícitamente) significativos.
Por supuesto, todo ello sólo puede funcionar en tramas narrativas extremadamente clásicas -como las que Payne hemos visto que siempre pone en imágenes-, en las que el/la espectador(a) contemporáne@, avezad@ ya, es capaz por sí mism@ de rellenar los huecos, lo implícito. (Ello, por cierto, indica de nuevo una cierta convencionalidad en las pretensiones de la narración.)
3º) Su estructura dramática (relativamente) fragmentaria. En efecto, Payne jamás abandona el canon clásico de construcción del guión. Sin embargo, dentro de sus límites (que exigen progresión dramática, personajes con un perfil claro, causalidad psíquica, etc.), tiende a construir la trama a través de set-pieces, relativamente aisladas, desde el punto de vista de la causalidad narrativa, las unas de las otras. Así, la historia (extremadamente clásica, en el fondo, como ya he dicho) acaba apareciendo a través de la construcción del puzzle íntegro (de su reconstrucción por parte del/a espectador(a), en realidad). Y, con ello, una cierta sensación de (ya he apuntado que tan sólo relativa) libertad en la operación de enunciación-recepción de la narración, que produce placer (de nuevo, frente al habitual encorsetamiento del cine de Hollywood): el/a espectador(a) puede, efectivamente, tener la sensación de que está contemplando algunas escenas arbitrariamente seleccionadas de una vida narrada, que podrían ser otras, que no está constreñido por un corsé de convenciones, que le impidan ver más allá. Desde luego, se trata tan sólo de un (otro) artificio retórico: una película de Alexander Payne es, en el fondo, tan clásica en su concepción dramática como una de -pongamos- Christopher Nolan. Pero provoca otra forma, diferente, de placer estético.