Estamos tan (mal) acostumbrados a la retórica del realismo que nos cuesta enfrentarnos a alguna retórica de lo real. Estamos, en efecto, habituados (tod@s, pero particularmente l@s más aficionad@s al cine -por no entrar ahora a cuestionar las etiquetas- "alternativo", "de autor", "independiente",...) a contemplar en la pantalla cuerpos que constituyen encarnaciones: de discursos subyacentes, que pretenden ser tranmitidos a l@s espectador@s, a través de las actuaciones, mostradas en las imágenes. En suma: un(a) espectador(a) exótic@ carecería de resortes suficientes para llegar a comprender ese cine del "realismo social". (Y no hace falta buscar espectador@s exótic@s en Marte o en las riberas del Amazonas: basta con acercarse a un centro comercial, en el que contemplan cine la mayoría de quienes aún se acercan a una sala, para hallarl@s.) Se trata, por ello, de un cine eminentemente etnocéntrico, que apela a la comunidad de creencias y de perspectiva cultural entre emisor y receptor, para construir conjuntamente -como cómplices- el significado "correcto". Es precisamente por ello, por tal etnocentrismo, por el que ya hace mucho (en cuanto -tal es mi visión- comencé a madurar) que abomino de la mayoría del (sedicente) cine de autor que asola las carteleras de esas salas que nos están reservadas a (esa horrenda especie denominada) los "cinéfilos".
Debido a ello, ver la última película de Brillante Mendoza estrenada entre nosotr@s no puede constituir más que un placer espléndido. Y no es, no, porque falte la retórica: en cualquier arte está presente, y más aún si es narrativo, y si emplea -entre otros recursos- las acciones y la palabra humanas. Sin embargo, frente a una retórica de encarnaciones, nos encontramos aquí ante una retórica de la carne: de los cuerpos, más bien. Se trata, en efecto, de cuerpos vivientes, mostrados, en su materialidad. Cuerpos que realizan gestos: gestos que no quieren decir más que lo que significan. Brute facts, que nos dejan a nosotr@s, espectador@s, la responsabilidad de construir el discurso que atribuiremos a esta leve historia de dos abuelas luchando por sus nietos (por el vivo, pero también por el muerto), por preservar aquello que es objeto de sus afectos y de sus obligaciones, su familia, en un entorno de pobreza, pero también de dignidad. Es, sí, nuestra responsabilidad como espectador@s: no contamos con la complicidad -no explícita, al menos- del director con nuestros desvelos por interpretar lo que estamos viendo (que, repito, solamente se presenta como un conjunto de cuerpos, actuando, mostrándose -nada más).
Y es que lo humano surge de los cuerpos (humanos) y de sus gestos. Nunca de lo abstracto que se construye a partir de ellos. Lo humano es únicamente lo interpretable (aún no interpretado); no sus interpretaciones.
Es por eso por lo que Lola es una película -una obra de arte- que desvela, que revela. ¿Qué? Acaso tan sólo (¡tan sólo!) la esencial fragilidad, ambivalencia y poesía del existir humano. Que es, en verdad, lo único que hay. Lo demás es retórica: vale decir, intepretación, (vano) consuelo.