Woyzeck, la fragmentaria obra teatral legada por Georg Büchner puede ser afrontada desde muy diversas perspectivas: la sociopolítica, la existencial, etc. A mí, la primera de ellas fue la que me interesó inicialmente, cuando la leí hace tiempo: un individuo oprimido y asfixiado, que acaba por explotar. Quién podría reprochárselo...
Ahora, sin embargo, viéndola representada el otro día, y sin abandonar por completo la perspectiva sociopolítica (pero sí transformándola: volviéndola más compleja), creo que la obra -lo señalaba Juan Mayorga, el adaptador, en sus notas al programa- posee un angulo bastante más prometedor (dado que como reflejo de la opresión social resulta en extremo esquemática).
Puede, en efecto, según me parece, observarse en la representación de las vicisitudes del protagonista el conflicto (con la sociedad, con los demás,... pero también con uno mismo) del sujeto "mal" constituido: "mal" subjetivado, desde la perspectiva de la racionalidad hegemónica. Un sujeto incapaz de dominar al lenguaje, de manipular, como se presupone, los conceptos, las categorías de la racionalidad. Oprimido, pues, ante todo, desde dentro de sí, por el poder social, que en él ha sido imprimido, a través del lenguaje (defectuosos, distante, difícil -para él- de asir).
Y es que la opresión no es -no sólo- esa coerción, física y/o psicológica, desde el exterior del cuerpo y de la mente, que ejercen soldados, policías, capataces, patronos, educador@s, etc. Lo es también, desde luego. Pero, más todavía, la opresión es esa sensación de no ser capaz de controlar ni la propia vida, ni la propia mente, ni las propias palabras, ni las propias emociones... Porque todo ello, aunque salga de nuestra mente y de nuestra lengua, en realidad es ajeno: ha sido implantado; y el cuerpo y la mente del oprimido (del oprimido más marginal, cuando menos: lumpen) producen una reacción de rechazo frente a tales corpúsculos extraños. Generando una infección, una fiebre (moral).
Como estudioso de la Criminología, no puedo dejar de recordar, entonces, el aterrador espectáculo de esas mentes desordenadas, incapaces de manejar "sus" emociones, "sus" valores, "sus" pensamientos (del modo en que se supone que deberían hacerlo), que caracterizan a ciertas categorías de delincuentes y/o de sujetos criminalmente peligrosos (¡pero también a tantas personas que nunca harán daño a otro ser humano que a sí mismos!). Aterrador, sin duda, el espectáculo, por cuanto significa, para sus víctimas y para los propios delincuentes. Pero, aun resultando ciertamente aterrador, no deberíamos dejarnos cegar por ello, y olvidar de dónde (de la opresión) proceden -muy mayoritariamente- tanta impotencia, tanta violencia. Tanto dolor.