Como es sabido, el libro y la película que hoy comento versan ambos alrededor del llamado “caso del Raval”, en el que, según la primera versión que policía, Ministerio Fiscal y medios de comunicación dieron por buena, habría existido una amplia red, internacional, de prostitución de menores y de tráfico de pornografía infantil, con su centro en el viejo barrio barcelonés… Red que, al cabo, se reveló completamente inexistente.
Tanto el libro como la película transitan por los dos mismos temas: el del montaje policial y mediático en torno a un tema morboso, y el de la utilización de la pobreza y de la marginación como materia prima para el montaje (y, tal vez, con finalidades políticas, orientadas hacia la gentrificación del barrio). No obstante, es cierto que existen sutiles diferencias entre ambas producciones: el libro de Arcadi Espada se concentra en examinar en detalle las manipulaciones que policías, psicólogos, funcionarios de servicios sociales y demás representantes del poder realizan en sus interacciones con los marginados a los que controlan y en los informes que trasladan luego al sistema penal. Por su parte, Joaquim Jordà (que se apoya en la previa investigación de Espada) está mucho más atento a los detalles del juicio oral que finalmente tuvo lugar: en su desarrollo, en la actitud de los nuevos representantes de los poderes (aquí: jueces, fiscales, abogados, periodistas, pero también los trabajadores sociales, los policías y los psicólogos) frene a los marginados que se sientan en el banquillo…
La lectura de este libro y la visión de esta película colocan a cualquiera que tenga alguna sensibilidad hacia la justicia y hacia la igualdad (hacia los derechos humanos, en suma) ante una tesitura necesariamente incómoda. Máxime si –como quien esto firma- se ocupa usualmente de estudiar el funcionamiento del sistema penal.
Uno no puede, en efecto, dejar de revolverse en su asiento cuando observa –en la película de Jordà- a esos juristas (jueces, en particular) soberbios e irrespetuosos con los pobres. Escenificando, mejor que cualquier vulgata marxista, la teoría del Estado –y la justicia penal- como brazo armado de la burguesía, en contra de cualquier pretensión de una justicia verdaderamente democrática. Como uno no puede dejar de hacerlo tampoco si escucha las voces del poder en los informes policiales y de servicios sociales que Espada desmonta, con ironía e indignación.
Pero es preciso ir más allá de la incomodidad y del escándalo (somos una sociedad que chapotea en la indignación moral más inane con excesiva facilidad…). Hay que reflexionar.
Dos son, en este sentido, las cuestiones que podrían abordarse al respecto (aunque solamente de una me ocuparé ahora, debiendo esperar la otra para mejor ocasión): de una parte, la muy discutible política criminal en relación con la sexualidad de los menores que se ha impuesto en nuestro ordenamiento jurídico, sin que una reflexión racional seria haya sido desarrollada al respecto; de otra, la forma en la que el sistema penal actúa, integrándose con otros mecanismos de control social, cumpliendo funciones de preservación de la dominación.
Hablando ahora únicamente de esta última cuestión, quiero señalar, en contra de la opinión hoy más habitual entre los juristas, la importancia que posee una visión integrada del sistema penal en el marco del conjunto de dispositivos (en el estricto sentido que al término le otorgó Michel Foucault) de control social. En efecto, a cualquiera que conozca las políticas criminales contemporáneas (aunque, de hecho, apenas se trata de una novedad en los hechos –más bien, de un olvido reciente de los teóricos) le resultará obvio que una parte muy significativa –acaso, muchas veces, la mayor- de la funcionalidad social del dispositivo penal no estriba principalmente en su objetivo teórico, la punición. Antes al contrario, es posible hallar numerosas ocasiones en las que otras funciones (de control social) mucho más importantes están siendo cumplidas por dicho dispositivo: autorizar la violencia policial, por ejemplo; la manipulación mediática y la propaganda; el uso y abuso de las medidas cautelares propias del proceso penal; o, en fin, como en el caso que nos ocupa, las prácticas de poder de los servicios sociales.
Pondré tan sólo un par de ejemplos obvios: la incriminación de la conducta de usurpación no violenta de inmuebles, dirigida contra el movimiento de ocupación de viviendas, tiene más que ver con cubrir la acción policial que con la trascendencia de la pena que puede imponerse; y otro tanto ocurre, por ejemplo, en el caso del delito de posesión de pornografía infantil, más dirigido a justificar razzias policiales con finalidad propagandística y la consiguiente propaganda mediática estigmatizadora de individuos y generadora de nuevos pánicos morales. O, de otro modo, en las interpretaciones judiciales extensivas de los delitos de integración y colaboración con banda armada, claramente al servicio de un programa de “normalización política” de la Comunidad Autónoma Vasca (en franca contradicción con el derecho fundamental a la participación política, por no hablar de las libertades de pensamiento, expresión y asociación).
La pregunta, claro está, surge por sí misma: ¿constituyen estas políticas criminales (de -podríamos denominar- punición indirecta) en algún caso políticas racionales desde el punto de vista de los fines legítimos para un Derecho Penal progresista? A mí, ahora, no se me alcanza ninguna hipótesis en la que ello pudiera ocurrir (por lo que tiendo a descalificar en bloque tales políticas criminales como políticas del poder, represivas, reaccionarias).
Admito, no obstante, mi falta de reflexión suficiente, por lo que estoy más que dispuesto a reevaluar mi posición.