Durante estas últimas semanas he estado explicando, a mis alumnos de la asignatura Derecho Penal II (Parte Especial), los delitos sexuales. Se trata de delitos que, en muy buena medida (no sabría decir si más que otros, pues, por desgracia, todo el Código Penal está plagado de regulaciones con similares problemas), están redactados de tal modo que exigen una actividad interpretativa notoriamente excesiva (o, dicho en otros términos: que resultan dudosamente compatibles con el mandato de certeza, derivado del principio de legalidad penal): en efecto, expresiones como “atentar contra la libertad sexual”, “material pornográfico”, “actos de exhibición obscena”, “actos que atenten contra la libertad o indemnidad sexual”, “comportamiento de naturaleza sexual que perjudique la evolución o desarrollo de la personalidad” o “corrupción” (de una persona menor), resultan tan indeterminadas que solamente a través de un esfuerzo interpretativo a partir de convicciones morales –cualesquiera que estas sean- acerca de lo que está bien y está mal (o resulta moralmente indiferente) en materia de sexualidad humana es posible completar el contorno de lo penalmente típico. (Lo cual, por cierto, resulta particularmente lamentable, a la vista de la gravedad de las penas previstas, así como del estigma social que, en general, la condena por estos delitos suele conllevar.)
En este contexto, me ha resultado ilustrativa, y digna de reflexión, la reacción de mis alumnos y alumnas (al menos yo, no he sido capaz de percibir un sesgo de género en sus reacciones), cuando hemos discutido acerca de estas cuestiones de interpretación de los tipos penales. En estas situaciones, creo que la reacción automática del jurista (fruto del condicionamiento producido durante su aprendizaje) es abominar de la inseguridad jurídica generada por la (mala) técnica legislativa. Y, luego, en función de cuáles sean sus convicciones morales y políticas (y político-criminales), intentar reducir la incertidumbre, proponiendo criterios interpretativos (de índole valorativa y teleológica). En mi caso, el intento de lograr dicha reducción de la incertidumbre me conduce siempre, a tenor de mis convicciones, hacia un recorte de los tipos: a una interpretación restrictiva de los delitos sexuales.
No ha sido ésta, sin embargo, la reacción de mis alumnos. A ellos, todavía profanos en la materia (aún no completamente condicionados por su aprendizaje, en cuyo curso se encuentran), no les preocupaba en absoluto la inseguridad jurídica. No, lo único que verdaderamente les preocupaba era (lo que podríamos llamar) la protección del bien jurídico. Es decir, que no hubiese ninguna conducta moralmente reprobable y/o (pero –debe observarse- aquí la elección de una o de otra conjunción resulta determinante) peligrosa para el bien jurídico que, por ser considerada atípica, quedase sin ser perseguida.
Les preocupaba, en efecto, que pudieran quedar fuera del ámbito de la tipicidad penal conductas tales como: masturbarse detrás de una ventana, con el fin de ser visto desde la calle; masturbarse dentro del propio automóvil, a la puerta de un colegio, contemplando a los niños y niñas que entran y salen; acariciar las nalgas de alguien sin su consentimiento; besar a alguien sin su consentimiento; acariciar, sin consentimiento, partes del cuerpo que pueden ser consideradas también erógenas, como el pelo, los labios, el cuello, etc.; mantener comunicaciones de contenido sexual con un o una menor a través de un chat o de un programa de mensajería; relaciones sexuales entre menores (mayores de 13 años) y personas adultas muy distantes en edad; poseer fotografías de menores desnudos (sin ningún tipo de connotación sexual explícita);… (Por cierto, conductas todas ellas más bien de escasa relevancia, desde el punto de vista de la protección de la libertad sexual de las personas.)
Alguien podría simplificar la cuestión, concluyendo sin más que mis alumnos son, simplemente, muy conservadores, que están condicionados por la oleada de nuevo moralismo que –revestido muchas veces de falso progresismo- nos amenaza (en materia de pornografía, de sexualidad de los y las menores, de prostitución, etc.). Sin embargo, aunque algo de ello, sin duda, pueda estar presente, creo que el problema es algo más complejo. Y lo es, porque –estoy seguro- su actitud no depende, no sólo al menos, de que estemos hablando de sexualidad: si hablásemos de violencia en el ámbito de la pareja, o –más dificultosamente, dada la complejidad técnica de la materia- de fraudes al consumidor, estoy seguro de que su actitud sería semejante; esto es, la de preocuparse por la protección del bien jurídico, no por la certidumbre del Derecho. Y porque comprobamos, una y otra vez, que este mal (yo así lo considero) ha infectado no solamente a la derecha, sino también, y con igual virulencia, a la izquierda (lo que, como apuntaré, obliga a introducir luego algunos matices en el análisis).
Me parece, por ello, que es preciso diagnosticar el fenómeno (un fenómeno que, obviamente, no afecta solamente a mis alumnos, sino a grandes masas de población, de la opinión pública –que es el motivo por el que hoy lo traigo a colación) de un modo inevitablemente más complejo matizado. Así, y más allá de la natural preocupación del lego en cuestiones jurídicas –o en cualquier otra materia técnica- más por las soluciones que el Derecho pueda aportar que por sus procedimientos (y, consiguientemente, por sus garantías), creo que nos hallamos ante la necesidad de explicar una verdadera actitud cultural ante la desviación social (no me atrevería a decir que sea nueva, aunque sí que, sin duda alguna, cobra hoy, ante el poder de los medios de comunicación y su influencia política, mucha mayor relevancia). Una actitud que puede ser caracterizada sobre la base de los siguientes rasgos (entre otros muchos, J. M. Silva Sánchez, en su libro La expansión del Derecho penal, ha analizado en extenso de estas cuestiones):
- En primer lugar, hoy ha cobrado (salvo para pequeñas minorías, particularmente concienciadas desde el punto de vista político) general aceptación la ideología de la neutralidad estatal: a tenor de la misma, el Estado pertenece a todos (“al pueblo”) y normalmente –salvo alevoso torcimiento en su accionar- representa, por definición, los “intereses generales” (que, a su vez, en una argumentación palmariamente circular, se acepta que son aquellos que el Estado define como tales). Esta ideología conduce fácilmente a una presunción –sólo presunción- de legitimidad de todas las actuaciones; también de las represivas.
- En segundo lugar, mantiene todo su vigor, reforzado a diario desde los medios de comunicación, la convicción (también ideológica) de que los delincuentes son otros, extraños a la (imaginaria) comunidad constituida por los ciudadanos y ciudadanas. O, dicho de otro modo, que es posible distinguir entre delincuentes, en el sentido fuerte de la expresión, y personas que (tan sólo) delinquen: entre sujetos que (aun si formalmente son ciudadanos) resultan verdaderos extraños, ajenos a los valores de la comunidad (es decir: a los valores impuestos como hegemónicos en la misma), por lo que su enfrentamiento a las normas penales constituye tan sólo la manifestación de una actitud, psicológica y social, más general de desviación; y otros sujetos, integrados, que aceptan los valores hegemónicos, aunque ocasionalmente puedan apartarse de ellos, para cometer infracciones penales. (En ejemplos: el “pederasta” frente al infractor de tráfico.) Sobre la base de esta dicotomía, sólo frente a los segundos cabría responder con el arma de la comunicación (siquiera sea intimidatoria, como la prevención a través de la amenaza de pena). Pues, frente a los segundos, únicamente la respuesta inocuizadora resultaría convincente (¿cómo perder tiempo comunicándonos con el extraño que no se acoge a nuestra tolerancia, sino que se reafirma en su extrañeza, practicando abiertamente la desviación frente a nuestras normas?).
En este sentido, es claro que los delincuentes sexuales, a causa del gran número de fantasmas y de convicciones irracionales que rodean a nuestras creencias en torno a la sexualidad, constituyen candidatos aventajados al papel de delincuentes “natos”, extraños a nuestra comunidad. (Aunque, como es obvio, en contra de toda la evidencia criminológica, que indica, más bien al contrario, que los delincuentes sexuales son “algunos de los nuestros”, perfectamente integrados en nuestra vida social. Pero el prejuicio cultural se impone con facilidad, en la vida cotidiana, a la evidencia científica, especialmente cuando el mismo es jaleado desde el poder.)
- Por fin, a partir de las dos características acabadas de exponer, se construye una narrativa acerca del delito que es predominantemente protagonizada por la víctima (real o imaginaria). En dicha narrativa, la pretensión es que el/la espectador(a) se identifique con aquella. De este modo, todo el proceso de la desviación social es visto desde los ojos del imaginario sujeto que (pretendidamente) sufre las consecuencias de la misma, sobre la base de lo que (pretendidamente) dicho sujeto sentiría. El infractor, por el contrario, es negado como sujeto psicológicamente profundo: aparece descrito en términos meramente conductistas, como una fuente de acciones y de consecuencias causales (que, en última instancia, si presionásemos en demanda de una explicación acerca de la psicología que se presupone que existe detrás de dichas acciones, se diría –de modo simplista- que son motivadas precisamente por su extrañeza a la comunidad: por esos valores distantes, “depravados”, que se supone que el infractor sostiene).
(Obsérvese que todo el tiempo hablo de construcciones que son meramente imaginarias –esto es, que pueden o no coincidir con alguna base real, pero que inciden efectivamente sobre el comportamiento social como si realmente la tuviesen. Y es que ocurre que, en general, la construcción de los conceptos de la ciudadanía acerca del delito procede antes de construcciones culturales (muy influidas por los medios de comunicación y por la industria cultural) que de experiencias directas. Primero, porque estas últimas son –felizmente- escasas en una sociedad, como es el caso de la española, con tasas de delincuencia bajas. Segundo, porque las esporádicas experiencias con delitos percibidos como tales a primera vista suelen resultar demasiado episódicas e inconexas para generar conocimiento. Y, tercero, porque aquellos delitos a los que la ciudadanía está más habitualmente expuesta (delitos económicos, delitos urbanísticos, delitos contra el medio ambiente, corrupción, etc.) frecuentemente no son percibidos como tales, a causa de la deformación ideológica que el concepto de delito soporta en la cultura hegemónica.)
A partir de las bases que acabo de exponer, las conclusiones surgen casi automáticamente: tal vez las garantías resulten necesarias, pero no pueden constituirse una obsesión; es decir, no pueden convertirse en obstáculos infranqueables para la obtención del bien que se persigue, que es la protección del bien jurídico y, a través de él, de la (pretendida) víctima. Y el bien jurídico se convierte, así, en la justificación no de la limitación de la acción penal, sino de su extensión: porque se ve como lesión del bien jurídico cualquier irrupción en la esfera del/la ciudadan@ (identificado como víctima, al menos potencial); cualquier cosa que le molesta, le perturba, le incomoda o le ofende.
Así, el debate, entre conservadores y progresistas (que, no se dude, sigue existiendo: entre mis propios alumnos también lo ha habido), se transforma y se traslada (de las tradicionales discusiones: intervencionismo frente a abstención/ protección de los intereses de unos o de otros) al terreno de la determinación de qué molestias, perturbaciones u ofensas son reales y cuáles, por el contrario, no. Pero unos y otros aceptan el punto de partida (radicalmente contrario a la tradición liberal en la materia, basada en la vinculación del concepto de bien jurídico al Harm Principle, interpretado en un sentido muy estricto) de que si hay ofensa, debe haber reacción punitiva. Y de que la determinación de si existe o no ofensa depende de las percepciones y sentimientos de la víctima. Nada, pues, de buscar un punto de equilibrio (“equilibrio reflexivo”): se trata tan sólo de optimizar una función, la de la protección (del bien jurídico, de la víctima).
En este contexto, el problema de la inseguridad jurídica también sufre una radical transformación. Porque, por una parte, la inseguridad del extraño deja de ser importante: pues, si ha realizado algo ofensivo, desviado, ¿por qué debería importarnos, si se le juzga con justicia (tal es el ingenuo presupuesto), que pueda ser incluido en los elásticos términos empleados en la ley penal? Es decir, el problema se disuelve, ya que es el concepto de ofensa el que –según se pretende- permite determinar qué es y qué no es penalmente típico. (Y ya sabemos que el concepto de ofensa depende de los valores hegemónicos en la sociedad.)
Por otra parte, para la gran masa de ciudadan@s no desviad@s, que comparten los valores hegemónicos, la inseguridad jurídica tampoco puede constituir un problema: pues, precisamente, su integración garantiza que nadie les va a ver nunca como desviados; que nadie, por consiguiente, interpretará sus conductas como penalmente relevantes. Que sus cachetes en las nalgas, sus besos, sus caricias, nunca serán vistos como abuso sexual, como corrupción, como perjudiciales para el desarrollo sexual, como obscenos, etc.
Se me dirá que todo esto resulta de un infantilismo desbocado: que ninguna persona adulta en su sano juicio, por muy educada que haya sido en los valores de conformidad de la ideología de la “clase media”, puede confiar hasta ese punto en la bondad estatal, ni aceptar una visión tan ingenua y maniquea de la realidad social (y, en general, humana). Y yo contestaré que todo eso es verdad. Pero que esto es lo que hay, lo que, según nos dicen las encuestas, grandes masas de nuestr@s conciudadan@s piensan (actuando, y votando, en consecuencia), aunque sea con matices.
Una nueva educación popular (cuando menos, en cuestiones penales, aunque seguro que no sólo en ellas) vuelve, pues, a ser (como lo fuese ya, ante un proletariado recién constituido y casi analfabeto, a lo largo del siglo XIX) tarea imprescindible para la izquierda, si es que pretende volver a contar con un apoyo ilustrado –no meramente oportunista- en el pueblo, y no ha renunciado por completo a cualquier ilusión de gobernar.