Hace no mucho tiempo pudimos ver Gladiator (2000), la incursión de Rïdley Scott en el territorio del peplum. Allí asistíamos a una brutalización del peplum "clásico", a partir de ideas proporcionadas por The fall of the Roman Empire (Anthony Mann, 1964), convirtiendo el antiguo drama social -un drama social, claro está, a la manera de Hollywood- en una explosión de (anacrónica) subjetividad (las emociones destructivas de Maximus -Russel Crowe), expresada a través de la violencia. Todo ello, adornado -es el término apropiado- por los característicos efectismos visuales de Scott.
En aquella película, un observador distante -como quien esto escribe- podía apreciar cómo el incremento del nivel de violencia visible en pantalla (signo de los tiempos) se correspondía con una proporcional reducción del nivel de profundidad en las tensiones dramáticas narradas: toda la violencia, convenientemente enfatizada, de la película de Scott obedecía en último extremo a la expresión del dolor de un solo personaje. (El contexto histórico-social resultaba, en verdad, accesorio, mero atrezzo.) La película de Scott se acogía, pues, sin disimulo a la poética del romanticismo más kitsch. ¿Qué no hubiese podido expresarse, merced a la explicitud hoy posible (y aun perseguida, por razones comerciales), narrando una historia más interesante, aquella de la (mítica) degradación de los valores morales de Roma que contaba Anthony Mann en su película?
Hoy, con Centurion, he comprobado que, verdaderamente, otro peplum contemporáneo es también posible: uno que, como las mejores muestras del género en los años cincuenta y sesenta, permita presentar inquietudes contemporáneas (o, quizá, eternas) de la cultura occidental en un contexto de extrañamiento que las haga más comprensibles (o, cuando menos, más tratables). Y que las presente de modo estéticamente vigoroso.
No nos hallamos ya tampoco, desde luego, en el universo mental en el que la preocupación por la cohesión cultural y moral de la comunidad resultaba aún -a pesar de dandies, de bohemios y de beatniks- hegemónica. Otras ansiedades se han acumulado. Aquí, en Centurion, es desde luego la cuestión de la barbarie la que está en juego: cómo se marca y cómo se desdibuja el límite (imaginario) entre barbarie y civilización.
En este sentido, la historia narrada resulta impecablemente schmittiana (de Carl Schmitt), con su mismo toque nihilista: el enfrentamiento entre dos comunidades políticas aparece como un conflicto puramente existencial, distante de cualquier moralismo. Hay, en efecto, hombres y mujeres buenas y malas en ambos bandos. Y la razón del conflicto no parece existir: hay que triunfar, tal parece ser el único imperativo. (Acaso resultaba superfluo, para un espectador contemporáneo, que, aun sin saberlo, conoce la esencia de las teorías de Lenin y de Rosa Luxemburg, de Benedict Anderson y de Claude Lévi-Strauss, recordar las causas del imperialismo o las de la identidad nacional o étnica.) No hay civilización, no hay barbarie, parece querer decirse: tan sólo identidades, que pugnan por dominar y por sobrevivir.
Hay, desde luego, mucho que decir acerca de este planteamiento temático e ideológico. Por el momento, no obstante, baste con constatar que es este un tema para que los ropajes genéricos del peplum resultan en extremo adecuados. Lo que invitaría a nuevos ensayos en la misma dirección...
Tan sólo una objeción opondré a esta nueva película de Neil Marshall: en mi opinión, la misma ganaría en intensidad (intensidad no equivale necesariamente a frenesí o a velocidad) si, de una parte, se hubiera controlado algo más la tentación del alarde visual que las posibilidades tecnológicas contemporáneas ofrecen siempre al director poco avisado. Así, el uso y abuso de los planos aéreos, de la fragmentación extramada del montaje para presentar las luchas no necesariamente beneficia al ritmo de la película, y a su contundencia. De otra parte, no obstante, uno echa de menos también algo más de arrojo a la hora de emplear la cámara de un modo (explícitamente) expresivo, modo que parece estar reclamando la historia a gritos: hay momentos de tortura, momentos de combate, momentos de amor, momentos de esfuerzo, momentos de desesperación,... Y, sin embargo, cierta monotonía visual, por lo uniforme del tratamiento de los mismos, amenaza al espectador atento.
Hoy, con Centurion, he comprobado que, verdaderamente, otro peplum contemporáneo es también posible: uno que, como las mejores muestras del género en los años cincuenta y sesenta, permita presentar inquietudes contemporáneas (o, quizá, eternas) de la cultura occidental en un contexto de extrañamiento que las haga más comprensibles (o, cuando menos, más tratables). Y que las presente de modo estéticamente vigoroso.
No nos hallamos ya tampoco, desde luego, en el universo mental en el que la preocupación por la cohesión cultural y moral de la comunidad resultaba aún -a pesar de dandies, de bohemios y de beatniks- hegemónica. Otras ansiedades se han acumulado. Aquí, en Centurion, es desde luego la cuestión de la barbarie la que está en juego: cómo se marca y cómo se desdibuja el límite (imaginario) entre barbarie y civilización.
En este sentido, la historia narrada resulta impecablemente schmittiana (de Carl Schmitt), con su mismo toque nihilista: el enfrentamiento entre dos comunidades políticas aparece como un conflicto puramente existencial, distante de cualquier moralismo. Hay, en efecto, hombres y mujeres buenas y malas en ambos bandos. Y la razón del conflicto no parece existir: hay que triunfar, tal parece ser el único imperativo. (Acaso resultaba superfluo, para un espectador contemporáneo, que, aun sin saberlo, conoce la esencia de las teorías de Lenin y de Rosa Luxemburg, de Benedict Anderson y de Claude Lévi-Strauss, recordar las causas del imperialismo o las de la identidad nacional o étnica.) No hay civilización, no hay barbarie, parece querer decirse: tan sólo identidades, que pugnan por dominar y por sobrevivir.
Hay, desde luego, mucho que decir acerca de este planteamiento temático e ideológico. Por el momento, no obstante, baste con constatar que es este un tema para que los ropajes genéricos del peplum resultan en extremo adecuados. Lo que invitaría a nuevos ensayos en la misma dirección...
Tan sólo una objeción opondré a esta nueva película de Neil Marshall: en mi opinión, la misma ganaría en intensidad (intensidad no equivale necesariamente a frenesí o a velocidad) si, de una parte, se hubiera controlado algo más la tentación del alarde visual que las posibilidades tecnológicas contemporáneas ofrecen siempre al director poco avisado. Así, el uso y abuso de los planos aéreos, de la fragmentación extramada del montaje para presentar las luchas no necesariamente beneficia al ritmo de la película, y a su contundencia. De otra parte, no obstante, uno echa de menos también algo más de arrojo a la hora de emplear la cámara de un modo (explícitamente) expresivo, modo que parece estar reclamando la historia a gritos: hay momentos de tortura, momentos de combate, momentos de amor, momentos de esfuerzo, momentos de desesperación,... Y, sin embargo, cierta monotonía visual, por lo uniforme del tratamiento de los mismos, amenaza al espectador atento.