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miércoles, 24 de marzo de 2010

Das weiße Band (Michael Haneke, 2009): violencia y esteticismo


Olvidémonos, si es que nos resulta aún posible, de las intenciones declaradas del “Autor” (Michael Haneke –aquí, con la ayuda en el guión de Jean-Claude Carrière). Olvidémonos, pues, de “los orígenes del fascismo”, de “la raíz de todo totalitarismo” y de otras simplificaciones ideológicas, que uno no sabe si atribuir a la ignorancia histórica y política de Haneke o a una astuta operación de marketing. Intentemos fingir que miramos y escuchamos únicamente a su obra.

Nos encontraremos, entonces, con una película claramente construida alla maniera nordica (ya se sabe cuál es la vulgata de la misma: Sjöstrom, Dreyer, Bergman,… ¿Bille August?). Blanco y negro (que, como apunta certeramente Antonio José Navarro Dirigido por… nº 396-, produce necesariamente al espectador(a) un efecto de distanciamiento: es algo que les ha ocurrido a otr@s, en otra época –el Sonderweg germánico como explicación piadosa). Silencios. Planos fijos, planos amplios, planos sostenidos. ¿Quién no esperaría, en estas condiciones, la representación de un drama?

Y el drama, desde luego, aparece en la pantalla: una inenarrable historia de maldad sin sentido, oculta bajo capas de bucolismo y de comunidad, una violencia contenida, acaso una infancia corrompida… Violencia, mal, corrupción. Nada nuevo en el cine de Haneke. Y, sin embargo…

Sin embargo, a diferencia de sus propuestas más conseguidas (yo diría: La pianiste y Le temps du loup), aquí el mal (la violencia, la corrupción) aparecen como elementos impostados. (Ya ocurría algo así en Funny games.) Como parte de un discurso artificioso, construido desde fuera de lo que la pantalla nos muestra. En plata: no hay comunidades como la presentada en la película; el mal (la violencia, la corrupción), ubicuos sin duda alguna en la vida humana, aparecen bajo un rostro un tanto más ambivalente en la realidad, en cualquier realidad social. Y, por ello, el discurso (y la forma que lo soporta) ahogan la verosimilitud de la narración.

Un discurso que, por lo demás, desde el punto de vista ideológico (insisto: olvidémonos de las declaraciones de Haneke, intentemos concentrarnos en la película), resulta extremadamente ambiguo; y, por ello, discutible. ¿Estamos ante una invectiva política? Y, si es así, ¿ante una invectiva antinacional (austriaca), al modo de –por ejemplo- Thomas Bernhard o Elfriede Jelinek (Austria como cuna del nazismo)? Entonces, la historia narrada resulta insuficiente (cualquier sociólogo mediocre aclararía que los casos extremos, aun si prominentes, no tienen por qué ser significativos). (Y cualquier admirador de Jean Renoir apuntaría además que, sin necesidad de pertenecer a la cultura germánica ni hacer alardes, solamente con un poco de clarividencia ideológica izquierdista y con mucha sensibilidad artística, éste ya en 1939 había retratado las tensiones (de clase) que acabaron en el fascismo, sin alzar la voz y atinando mucho más en el diagnóstico: me refiero, claro está, a La regle du jeu.)

¿Se trata, más bien, de una invectiva (genéricamente) antiautoritaria, que pretende poner de manifiesto que la educación conservadora y represiva genera monstruos? Entonces, estamos ante un relato banal, mil veces narrado ya.

Por ello, a mí, personalmente, me resulta más sugestiva –aunque dudo de que tal haya sido la intención originaria- una interpretación no política, sino metafísica, del discurso subyacente a la película: la constatación del hecho de que, como en algún momento inicial de la misma se comenta de pasada (cito de memoria), bajo el orden aparente late siempre el caos. En todo caso, ello podría haber sido mejor contado. Lo ha sido ya, de hecho: por Ingmar Bergman, por ejemplo, con mucha mayor profundidad.

¿Qué nos aporta, entonces, la película de Haneke? ¿Qué me aporta a mí? Sinceramente (y a diferencia, nuevamente, de La pianiste o de Le temps du loup, que, como buenas películas de terror -para racionalistas-, me parecieron turbadoras), poca cosa: algo de placer estético, del más ramplón (el puramente formalista, el que se deleita con la fotografía, el atrezzo, el sonido, etc.), mas sin capacidad alguna para turbarme, para hacerme conocer. Formalización, pues, sí. Pero ninguna revelación.

(Contrástese, en este mismo blog, otra reseña, muy diferente, de Juan Miguel Company y Pablo Ferrando.)




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