Me ocurrió hace un par de meses, en pleno verano. Estaba cenando con un grupo de buenos amigos y amigas (aproximadamente de mi edad: cuarenton@s, vamos) y no recuerdo cómo, pero la conversación acabó recayendo sobre otra conocida común, esta mucho más joven, de unos veinticinco años (la llamaré simplemente María). Para mi sorpresa, todos mis amigos y mis amigas –no hubo diferencias reseñables por razón de género- empezaron a hacer observaciones sobre su cuerpo (alta o no, cómo era su busto, cómo era su cara), sobre lo bella o menos bella que era, sobre sus consiguientes posibilidades de hallar pronto pareja (nuestra conocida común no la tenía), etc. Al cabo de un rato (en el que yo callé, estupefacto y algo indignado, pero aún sin saber muy bien por qué), la conversación cambió de tema. Seguramente ninguno de ellos ni de ellas se acuerda ya de aquellos cinco minutos de verano. Yo sí: pensándolo luego, tuve la sensación de haber estado escuchando la conversación de unos tratantes de ganado que valoraban una de las vacas en venta y sus posibilidades de reproducirse y de dar unos terneros sanos.
Advertiré –para descartar interpretaciones facilonas- que mis amigos y amigas no son ningunos machistas redomados, antes al contrario: no sólo no lo son, sino que prácticamente tod@s son activ@s luchador@s por la igualdad. Estoy seguro, sin embargo, de que difícilmente habrían hablado así de un varón. Pero, más todavía, estoy también seguro de que no habrían hablado así (de hecho, yo nunca lo he visto) de ninguna otra mujer de nuestra edad: que a ell@s mism@s les habrían sonado tan sexistas sus comentarios que nunca los habrían hecho; es más, ni siquiera se les habría pasado por la cabeza hacerlos.
¿Qué es lo que ocurrió, entonces, aquel día? Le he dado muchas vueltas al asunto y sólo hoy tengo una respuesta, que creo que no ilumina solamente cómo son ciertas personas (eso quedaría para mi caletre), sino más bien cómo operan, en general, tanto nuestras mentes como las categorías sociales que la cultura hegemónica imprime en las mismas, siempre que no las sometemos a una crítica racional y moral. Creo que aquel día todos mis amigos y amigas cuarentones y cuarentonas se sentían tan lejanos de María (“una jovencita, una cría”, según los calificativos que –he observado- la mayoría de las personas de cierta edad emplean, con un tono un tanto despectivo) que, en un momento de conversación ligera y distendida, se hallaron incapaces de sentir empatía hacia ella: de identificarla como un@ de las nuestr@s; esto es, como un sujeto. Y, por ello, la reificaron: como ocurre con las cosas y con los animales, uno puede sentir simpatía hacia ellos (“¡qué perrito tan mono!”, decimos), mas no empatía. Los observamos desde fuera, los describimos objetivamente. Y les negamos su subjetividad: su condición de entes capaces de tener experiencias como las nuestras, razonamientos como los nuestros y deseos como los nuestros; la de tomar decisiones “libres” (en la misma medida que las nuestras) y atentas a razones (estimables, como las nuestras). Lo que, en el plano de la racionalidad práctica, nos lleva antes a hacer juicios de probabilidades (de riesgos) y a instituir mecanismos de incentivos (en el sentido más netamente conductista) que a comprender o a dialogar. El problema, claro, es que en este caso el objeto de análisis no era una vaca, sino un ser humano. ¿No es posible que, después de todo, María decida un día de estos raparse el pelo al cero, reducir el volumen de sus tan ponderados pechos hasta volverse lisa como una tabla, hacerse cooperante de una organización misionera metodista e irse a la República del Congo, y casarse allí con un fornido pastor congoleño de su congregación? Tal vez sería una decisión sorprendente. Pero la cuestión es que mis amig@s, aquella noche, eran incapaces de darse cuenta de que María tenía dicha opción. Y que, con ello, todos sus comentarios estaban siendo invalidados. Si lo hubiéramos discutido teóricamente, ¿quién me lo habría negado? Pero, en ausencia de cualquier crítica explícita, el automatismo ideológico funcionó con una aterradora perfección… Y supongo que yo sólo me di cuenta de ello –de que algo no iba bien- porque conozco a María y porque nunca he creído mucho en eso de las diferencias de edad: en otro caso (si se hubiese estado hablando de desconocidas: de las mujeres que trabajan como presentadoras de televisión, por ejemplo), imagino que yo también habría caído en la misma trampa.
Se lo preguntaba ya Thomas Nagel: What is it like to be a bat? Y contestaba que no es posible dar una respuesta racional a la pregunta. Y, cuando la respuesta racional no parece posible, alguien, las ideologías (no inocentes, sino construidas desde el poder), acaban por ocupar su lugar, ante seres y sociedades, como las humanas, incapaces de convivir confortablemente con la incertidumbre.
¿No evoca esta pequeña anécdota estival algunas de las trampas argumentativas propias de los grandes debates políticos contemporáneos (“choque de civilizaciones”, “integración de l@s inmigrantes”, “adopción por parte de las parejas homosexuales”,…)?