Confieso que han transcurrido bastantes meses desde que decidí que iba a escribir esta entrada sobre la afamada serie de HBO. Precisamente, el motivo de la dilación ha estribado en mi dificultad para superar el estado de perplejidad en que dicha fama me tenía sumido. Porque, en efecto, después de ver enteras ya las cinco primeras temporadas de la serie (¡cinco!... a falta, al parecer, de otras tres más), me resultaba harto difícil comprender la causa.
En efecto, podía entender -y aún lo entiendo- que el pastiche de temas shakesperianos y fantasía épica sword & sorcery, aliñado con abundantes escenas de sexo y de violencia, constituyese un gancho atractivo para quienes desean consumir productos audiovisuales que les provoquen experiencias "intensas" pero que no quieren soportar la incomodidad que provocan las narraciones que revelan algo relevante acerca de la realidad de la existencia humana. (En una palabra: estoy definiendo aquí a cierto clase de fenómeno fandom, de subculturas de "aficionad@s" a la parte más convencional de géneros como el terror, la ciencia-ficción, etc. Más interesantes, creo yo, desde el punto de vista sociológico que desde el propiamente estético.) Aquí, en cambio, tópicos banales (sobre la crueldad y la maldad innatas del ser humano, el triunfo de la amoralidad, la inexorabilidad de las pasiones y deseos humanos) propios del lamento esencialmente conservador por "la naturaleza humana" (según la ve, de modo extremadamente unilateral, toda una tradición de pensamiento que parte de Agustín de Hipona y los padres de la iglesia cristiana, para llegar, en la edad contemporánea, hasta adalides del reaccionarismo como Donoso Cortés, Carl Schmitt o Leo Strauss) satisfacen la pulsión escópica del/a espectador(a), sin incitarle ni a la reflexión ni a la acción.
Y, sin embargo, lo que me resultaba más difícil de asimilar era el hecho de la notoria torpeza en la formalización narrativa que caracteriza a la serie, si la juzgamos conforme al canon hegemónico. Y es que, en efecto, las distintas temporadas se van limitando, capítulo tras capítulo, a narrar breves escenas (entre cinco y diez minutos) de lo que les acaece a cuatro o cinco de los personajes principales. Siguiendo a algunos en un par de capítulos, abandonándolos luego, para (re-)introducir a otro u otros, que luego serán abandonados, para aún introducir otros nuevos, y/o volver a centrar la atención en los primeros,... Y así -hasta ahora- durante cincuenta episodios, en una narración radicalmente lineal y extremadamente fragmentaria, en la que los encuentros y las "historias cruzadas" son más bien infrecuentes, permaneciendo casi todo el tiempo cada personaje principal "aislado" en su propio curso narrativo.
Cualquier espectador(a) avezad@ del cine contemporáneo no puede sino sorprenderse, y aun escandalizarse, ante lo pedestre de los recursos empleados en esta forma de estructurar la narración (¡que ya le habría parecido anticuada a David W. Griffith!), acostumbrad@s como estamos, a estas alturas, a narraciones que hacen de la complejidad del desarrollo dramático y del manierismo en la formalización audiovisual -para bien o para mal, según los casos- sus principales señas de identidad en el plano estético. Este hecho, unido a lo estereotipado de los personajes y de las situaciones dramáticas de la trama (que, como advertía más arriba, poseen un obvio aire de pastiche), fácilmente puede conducirnos a despreciar el producto (que, en todo caso, posee una evidente vocación low-brow), como "basura audiovisual"; cara, sí, pero despreciable en términos estéticos.
Ocurre, sin embargo, que quien esto hiciera cometería un error. Y lo cometería, me parece, porque estaría criticando y valorando la serie desde un punto de vista probablemente equivocado. Más exactamente: desde un punto de vista completamente ajeno a las pretensiones y objetivos que parecen hallarse detrás del producto audiovisual enjuiciado. Pues, tras darle muchas vueltas (¡y después de ver cincuenta capítulos, más de cuarenta y cinco horas!), a estas alturas me resulta evidente que Game of thrones pretende jugar en otra liga, muy diferente de aquella en la que compiten las narraciones cinematográficas (más o menos) convencionales. Y que, por ello, es un error metodológico analizarla a la luz del canon estético propio de estas. (Algo parecido, e igualmente confundidor, a -por poner un ejemplo- analizar la estructura rítmica, melódica y armónica de un blues desde la perspectiva de las convenciones propias de la música sinfónica europea.)
Pero, ¿cuáles son, entonces, las pretensiones de la serie, en tanto que producto audiovisual? Me parece que, justamente, la clave de dichas pretensiones estriba en esa estructura fragmentaria (pero lineal) a la que me refería más arriba. Porque, en realidad, la razón de ser a la que obedece tal fragmentariedad parece ser la de proporcionar al/a espectador(a) experiencias audiovisuales (también fragmentarias, y) autoconclusivas. Un cúmulo de tales experiencias que, de tan numerosas, en virtud de su acumulación, produzcan un efecto de apabullamiento.
Subrayo: experiencias, principalmente, antes que narraciones. O, si se quiere, experiencias que extraen de la (escueta, fragmentada, brevísima) narración todo lo que de experiencia sensorial (de luz, de movimiento, de sonido) conlleva. Aprovechando, además, la disposición del/a espectador(a) a empatizar, y aun a identificarse, con los personajes (principales) para intensificar el efecto de la experiencia. Una intensificación que, en concreto, consiste en convertir la experiencia sensorial en otra que, además, resulta ser también una experiencia emocional.
Los ejemplos en este sentido abundan. Contémplese, desde esta perspectiva, prácticamente cualquier episodio; más en concreto: una escena cualquiera de cualquier episodio. Lo que se podrá observar, entonces, es, ante todo y sobre todo, la obvia dilatación temporal (en términos relativos: la amplia proporción, dentro de una escena que dura cinco u ocho minutos) de aquellas acciones que conllevan más tensión y amenaza, si son actos verbales, o bien más violencia explícita, si se trata de acciones físicas. (En comparación con los planos de diálogos "corrientes" o meramente descriptivos, que resultan siempre someros, meramente abocetados.)
Además, los recursos más formalistas del estilo contemporáneo de creación de imágenes cinematográficas (en la composición de los planos, en la iluminación, en el montaje) son puestos al servicio de dichos planos: con el fin de incrementar su efectismo, el impacto audiovisual sobre el/la espectador(a). El impacto de esa experiencia (que se pretende, al tiempo, tanto sensorial como emocional).
De este modo, en Game of thrones, el/a espectador(a) es tentad@ por la posibilidad del deleite (sensorial y emocional) en una experiencia de absoluta amoralidad. La suerte de los personajes se ve atravesada por oleadas de violencia, sufrimiento y humillación que, en verdad, resultan carentes de sentido alguno. Y el/a espectador(a) es invitad@ a, al mismo tiempo, contemplar dicha violencia, dicho sufrimiento y dicha humillación en todos sus detalles más crueles y degradantes. Y a conmoverse con ello. Mas no tanto con la empatía y la compasión que pueden producir las vicisitudes de personajes realistas (puesto que es difícil tomarse en serio a personajes como Robb Stark o Jaime Lannister). Sino, más bien, con la emoción, más cómica que compasiva, de quien contempla a unos monigotes que son golpeados, una y otra vez, sin piedad, en el marco de un guiño cruel e inacabable.
Game of thrones, pues, principalmente como un ejercicio (narrativo, audiovisual) de manipulación de sensaciones y de emociones. De una manipulación orientada con preferencia hacia la experiencia inmediata e irreflexiva, y no tanto hacia ninguna forma de comprensión o de profundidad. (Ello, claro está, si es que la mera experiencia, de dejarse impresionar, asustar o asquear por imágenes de violencia y de crueldad no posee ya, en realidad, su propio trasfondo de profundidad, aunque generalmente sea ignorado por quienes sufren -o disfrutan- tales emociones...)