La historia del proyecto que ha dado lugar a Boyhood es conocida: Richard Linklater filmó durante doce años, entre 2002 y 2013, unos pocos días cada año, a los mismos actores, narrando así escenas seleccionadas de la vida y crecimiento de Mason (Ellar Coltrane), un niño que, durante esos años, deviene adolescente y llega convertirse en un joven que abandona la casa materna e ingresa en la universidad.
Nos hallamos, pues, ante otro ejemplo, ya habitual en el cine del director, de estudio cinematográfico acerca del efecto del tiempo sobre la existencia humana. Ejemplo que, sin embargo, parecería revestido aquí de un tono pretendidamente experimental, dado lo inusual de las circunstancias de rodaje de la película: un mismo acto infantil (pero también los restantes actores que dan cuerpo a los protagonistas) escrutado por la cámara a lo largo de doce años de su vida; mejor, durante unos pocos días de cada uno de esos doce años.
Si, empero, olvidamos todas estas circunstancias externas y concentramos nuestra atención en el producto resultante, en la película, entonces lo que hallamos se encuentra bastante lejos de cualquier pretensión verdaderamente experimental: lo que vemos es una película narrativa más, interesante, pero no tan poco convencional como su presentación podría hacer creer. En efecto, es dudoso que, en Boyhood, el hecho de que sean unos mismos actores -y, señaladamente, su actor protagonista- los que crezcan y envejezcan físicamente (y, hay que suponer, también psíquicamente) a lo largo de las distintas escenas, y que por consiguiente, su edad real coincida con la de sus personajes, constituya realmente una gran aportación. No cabe duda, desde luego, de que cualquier serie de imágenes de una misma persona o personas retratadas reiteradamente a lo largo del tiempo algo habrá de tener, necesariamente, de indagación acerca del impacto del paso del tiempo sobre la persona: aquí, sobre los actores. Y es casi seguro que (como el mismo Linklater se ha encargado de destacar en diversas entrevistas) muchas de las vicisitudes y experiencias que le ocurren al personaje de Mason le estaban sucediendo también, de forma más o menos simultánea, al actor Ellar Coltrane.
Todo ello, sin embargo, formará parte, es seguro, de las experiencias de Ellar Coltrane, el actor y la persona. Como probablemente, también de las del director, que fue capaz por este procedimiento de componer escenas que seguramente no habría podido crear en un contexto de producción más convencional. Pero rara vez se filtra en las escenas de la película, en aquello que llega al/a espectador(a), quien se ve más bien arrastrado por la lógica dramática de la narración.
(En este sentido, Boyhood se parece, antes que a proyectos cinematográficos más experimentales (en el nº 30 de Caimán. Cuadernos de Cine pueden hallarse referencias detalladas a los mismos), a experiencias como la serie de películas de François Truffaut sobre el personaje de Antoine Doinel, o a las dos películas de Peter Bogdanovich sobre el pueblo de Anarene: en todas ellas, hay más de narración de la continuidad en la experiencia de los personajes que de la continuidad en la experiencia de los actores.)
Y lo que la narración nos muestra es a un niño -progresivamente adolescente- enfrentado a un universo adulto que aparece siempre como enigmático, contradictorio y más bien decepcionante. La película, en efecto, no hace tanto hincapié sobre el trascurso del tiempo (en este sentido, de hecho, Linklater evita, gracias a un montaje extremadamente sutil, cualquier énfasis acerca de las diferencias entre las escenas rodadas en años distintos, que se identifican casi tan sólo por pequeñas diferencias de vestuario y de atrezo y por los ligeros, pero apreciables, cambios físicos de los actores) cuanto en la realidad del crecimiento y del desarrollo psíquico que el crecimiento conlleva: el niño, por naturaleza, a partir de cierta edad se va zambullendo paulatinamente en las categorías de lo real, aprendiendo a separar de ello lo meramente imaginario. Pero, en este proceso, busca desesperadamente a su alrededor elementos de anclaje y de orientación. Y el drama de Mason es, precisamente, que aquellos que se supone que deberían proporcionarle tales anclajes y tal orientación, las personas adultas que le rodean (sus padres, principalmente, pero también sus padrastros, abuel@s, profesor@s, etc.) fracasan estrepitosamente en tal misión. Porque, de hecho, parece mostrarnos la película, son a su vez individuos desorientados: sobrecargados de tópicos vacuos y de ideología; pero en verdad carentes de auténticos criterios acerca de la praxis del vivir, válidos y que puedan orientar a nadie, ni siquiera a sí mismos.
Así, lo que Boyhood acaba por narrar es el desesperado tránsito (con esa desesperación aún un tanto tímida que el niño, casi adolescente, no osa explicitar plenamente, porque aún le resta esperanza y porque no sabe si resultaría "apropiado" hacerlo... hasta que, convertido en joven, constata que es no hay otra) del niño que sabe que está creciendo, que se está volviendo adulto (joven), pero que no halla otros anclajes que la vacuidad de la "cultura popular" (comercial: ya se sabe, cómics, videojuegos, música rock, etc.) y la retórica autocontradictoria y también bastante vacua que "sus" adult@s le proporcionan. O de cómo crecer, en una sociedad hundida en el nihilismo, fuerza a una (desesperada) aceptación de tales valores nihilistas.
Boyhood finaliza cuando Mason, ya joven adulto, abandona la casa materna. La abandona abrumado por la desesperación. Aunque, a diferencia de tant@s, también plenamente consciente de ello. ¿Qué es lo que le espera(ría)? La película no nos lo dice. Todo depende(ría) de cómo supiese gestionar tal sentimiento: hundirse en él, o aprovecharlo como herramienta para adquirir sabiduría (esa sabiduría que hasta el momento "sus" adultos no le han proporcionado) y abandonar, reforzado, el nihilismo por una actitud existencial más positiva.
Sería, en todo caso, ya esta otra historia, diferente...
(Por cierto: a la vista de lo acabado de exponer, se comprenderá que, en realidad, Boyhood no está tan lejos, pese a las apariencias de Kynodontas (=Canino) (Yorgos Lanhtimos, 2009). Puesto que ambas son narraciones acerca del proceso de subjetivación. Por más que, desde el punto de vista estilístico, el estilo fabulístico de ésta se contraponga netamente a la retórica mucho más "realista" de aquella. En todo caso, los temas abordados resultan semejantes.)