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domingo, 15 de enero de 2012

Drive (Nicolas Winding Refn, 2011)


Hay en Drive (acaso como en cualquier película actual no sujeta plenamente a los dictados de la autoría individual) una acumulación de elementos heterogéneos: escenas románticas, escenas de acción, escenas de soledad, planos contemplativos. Una suerte de pastiche. Es difícil hallar el punto en común en esta última película -la primera que he visto de él- de Nicholas Winding Refn...

Por supuesto, el punto en común, que pretende cohesionar la narración, existe: se llama retórica. Retórica en torno a la figura del beautiful loser; retórica que pretende hacernos compartir las penalidades, antes emocionales que físicas, del Conductor (Ryan Gosling), provocar nuestra identificación. Y, sobre todo, la identificación de las emociones que -es de suponer- el beautiful loser ha de tener, frente a su derrota (que moralmente -así reza el discurso- se convertiría en una verdadera victoria).

Obvio seguidor de los hallazgos de Michael Mann en la composición de los planos de la ciudad, de las persecuciones automovilísticas y de la violencia, Winding Refn bebe, en el plano argumental, evidentemente, del personaje de Jef Costello (Alain Delon) de Le samouraï (Jean-Pierre Melville, 1967), para elaborar su historia de soledad, amor y sacrificio, en la que la violencia brutal aparece -casi siempre por sorpresa- para quebrar la retórica de lirismo que predomina en la película. (También, claro está, en alguna medida bebe de The driver, de Walter Hill.) Y, sin embargo...

Sin embargo, el Conductor de Winding Refn (y de su guionista, Hossein Amini) peca -como suele ocurrir en el cine norteamericano más convencional- de un exceso de psicología, de motivación. En efecto, lo que en Jef Costello y en Melville aparecía como enigma (¿por qué un asesino a sueldo sacrificaría su vida por los demás?), obligándonos con ello a indagar, en nuestro propio interior, aquí aparece explicitado. Y, por supuesto, explicitado conforme a las convenciones más manidas del guión clásico, a tenor de las cuales el personaje protagonista posee siempre una personalidad psicológica perfectamente acabada, coherente y comprensible. (En este sentido, por ejemplo, con una historia muy semejante Jim Jarmusch era capaz, en Ghost Dog (1999), de preservar algo mejor la opacidad del personaje.)

Con ello, el enigma se disuelve: toda la profundidad de emociones y de actitudes existenciales que hallamos -por ejemplo, paradigmáticamente- en los protagonistas de las películas de Robert Bresson y de Michelangelo Antonioni, y que Melville hacía suya en el marco de un relato criminal, desaparecen. Y sólo queda, ya lo decía antes, la retórica.

Y la retórica, ella sola, da siempre para poco, en las artes: para pasar un rato agradable con poco esfuerzo, sin duda alguna... si es que su discurso subyacente nos resulta (como puede ocurrir con esta derivación del romanticismo más manido, en lo temático, y, en lo formal, del manierismo) más o menos simpático. Pero no más: las revelaciones, el conocimiento, resultan imposibles. Tal es la limitación de esta forma de modular el relato.


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