Al hilo del surgimiento y desarrollo del Movimiento 15-M, todas las personas inquietas de izquierdas estamos intentando atisbar el futuro -tarea fútil, seguramente- y, sobre todo, volver a reflexionar sobre qué cambios sociales y políticos son posibles, y cómo. (Aun si no hubiese más razones, ya sólo por habernos ayudado a reencontrar esta tarea, bastante más gratificante que las habituales en la izquierda en las últimas décadas -lamentarse acerca de lo poderosos que son los poderosos y de las tropelías que cometen-, deberíamos estarle muy agradecid@s al movimiento.) En este sentido, quiero compartir ahora algunas reflexiones sobre la cuestión, que surgen tanto de mi experiencia política propia como del estudio intensivo de la historia y de la ciencia política (al que, por razones profesionales, me he sometido en los últimos años), que algo nos tienen que decir acerca de cómo transcurren las cosas en la sociedad y en el sistema político; y, en suma, de lo que -más allá del wishful thinking- es posible y lo que no lo es.
Meses atrás, hacía yo una afirmación que aún sostengo: decía entonces que "la reivindicación y recuperación de derechos parece -todo hay que decirlo- improbable que tenga éxito únicamente a través de la movilización callejera, sin una articulación política más compleja del movimiento, aún inimaginable". En efecto, creía entonces y creo ahora que la movilización en las calles, imprescindible, sirve ante todo para dos fines, ambos muy estimables. Primero, para generar, a través de la praxis de la reflexión y de la acción colectivas, una comunidad y unas redes sociales. Es decir, una identidad colectiva del movimiento, en la que muy diversos individuos y grupos sociales se vean -nos veamos- representados, compartiendo (en parte) imaginario, a pesar de nuestras muy reales diferencias (de intereses, de creencias, de hábitos culturales, de ingresos, etc.).
En segundo lugar, lo señalaba ya entonces, ocupar las calles y las plazas significa siempre además empoderarse: reclamar el propio poder y el propio derecho al uso del espacio público. Ello, claro está, es fundamental, ya que amplía la capacidad de hacer visible la protesta, la disidencia y las formas alternativas de actuar, de pensar y de vivir. Y disputa el poder sobre ese espacio a quienes, desde el Estado y desde fuera de él (aunque, usualmente, con su connivencia: empresas privadas, ONGs dóciles, etc.), pretenden monopolizarlo y excluir al resto.
Todo ello es bueno, todo ello es imprescindible. Lo hemos visto, precisamente, este verano: la capacidad del Movimiento 15-M para desafiar los intentos de represión y de criminalización, así como la propaganda denigratoria en los medios de comunicación y las provocaciones, para preservar su buena imagen ante la ciudadanía y su apoyo social; todo ello, logrado, en buena medida, a través de la presencia constante en calles y plazas, demostrando poseer unos discursos y unas prácticas políticas crecientemente coherentes, hechas unas y otras visibles en la movilización callejera.
Y, sin embargo, como se puede comprobar, en realidad ni la autoconstitución del movimiento ni su empoderamiento en los espacios públicos y ante la ciudadanía significan, de suyo, la producción de ningún cambio político significativo.
Por "cambio político significativo" hay que entender, según creo, una alteración en las bases esenciales del sistema político. Un sistema político es, en efecto, ante todo una estructura de dominación, sobre una sociedad. Una estructura, pues, en la que un determinado sujeto, individual o colectivo, se arroga la autoridad para gobernar una población: esto es, para (intentar) controlar los outputs de la sociedad, concebida como sistema. Para ello, todo sistema político, en su(s) momento(s) constituyente(s), ha de configurar, cuando menos, cinco elementos: la atribución de la soberanía, la constitución del pueblo (es decir, la definición de los integrantes de la comunidad política, sobre la que el sistema está llamado a gobernar -y, consiguientemente, la definición de quienes no forman parte de dicha comunidad), la división de esferas de acción (señaladamente, aunque no sólo, separando esfera pública de esfera privada), el reparto del poder político (poder de coerción y de movilización sobre la sociedad) entre los distintos agentes del sistema y, finalmente, los criterios más esenciales para la resolución de los conflictos sociales (criterios fundamentales de gobernanza). Un cambio político significativo es, pues, un cambio de alguno o algunos de estos elementos. Otra cosa es otra cosa: una reforma parcial, una reforma de detalle,... Otra cosa.
Ocurre, en efecto, que un gobierno tolerante-represivo suficientemente inteligente puede convivir bastante bien con protestas callejeras significativas, en tanto las mismas no tengan repercusiones más allá del acontecimiento mismo: puesto que las decisiones de gobierno no son adoptadas hoy, en ningún lugar del mundo, en las plazas, ni de cara a las mismas (la Atenas de Pericles queda ya tan lejos...), es posible -no frecuente, desde luego, pero sí posible- que el gobierno, la administración pública y las instituciones que administran el sistema político sigan operando en paralelo a movilizaciones, manifestaciones, algaradas y bloqueos. No es imprescindible, pues, reprimir cualquier protesta callejera para poder seguir gobernando, ignorándola, en tanto la misma no llegue más allá.
(Desde luego, es más habitual que los gobiernos recurran a la represión pura y dura de dichas movilizaciones en la calle: por miedo irracional, por mentalidad autoritaria, para reducir ruido -que diluye sus mensajes y sus discursos legitimadores- o para prevenir posibles evoluciones radicales de los movimientos. No obstante, conviene ser conscientes de que esa no es la única alternativa: en ciertas condiciones, que favorezcan el aislamiento del sistema político en relación con los movimientos sociales, es posible gobernar entre protestas, haciendo caso omiso de las mismas -o sólo una atención paternalista, o desatenta, o aparente.)
Por supuesto, esta posibilidad de que la movilización, aun masiva, no sea suficientemente productiva en términos directamente políticos obedece al hecho de que los sistemas políticos contienen, en su diseño institucional, elementos que aislan (en mayor o menor medida) el sistema de su entorno (social). Así, medidas como la representación política, la legislación electoral, la rigidez constitucional, el monopolio de la interpretación constitucional, etc. cumplen tal objetivo. (Observaré, de paso, que el objetivo no ha de ser siempre valorado, de por sí, como malo: en principio, aislarse en alguna medida de la sociedad puede favorecer una deliberación más racional; e igualmente, puede dificultar el acceso privilegiado de ciertos intereses a los procesos de toma de decisiones políticas. Aunque, por supuesto, todo depende de cómo estén diseñados tales mecanismos de aislamiento, de a quién favorezcan. Y del grado del mismo, que ha de ser equilibrado.)
Esto es, precisamente, lo que parece estarle pasándole ahora mismo al Movimiento 15-M: cuenta con muy amplias simpatías y con apoyo social extendido, es capaz de movilizar en las calles y de hacer llegar sus discursos a los medios de comunicación, a los líderes políticos y a la ciudadanía. Y, sin embargo, a día de hoy, no ha obtenido ningún cambio político significativo (más allá de detener unos cuantos deshaucios, impedir algunas expulsiones y redadas y vigorizar las protestas contra la visita del líder de la iglesia católica... que, de todas formas, tuvo lugar tal y como estaba programada).
Es posible, por supuesto, responder a mi argumento: no es cierto, el 15-M está logrando resultados, de politización de las poblaciones, que se acabarán por comprobar a medio plazo, en términos de opinión pública, de resultados electorales, de disposición hacia la rebeldía. Todo ello es, en parte, cierto: obviamente, ningún cambio político tiene lugar inmediatamente, sino que está sujeto siempre a precondiciones y evoluciones sociales. Sin embargo, creo que la objeción se apoya bien en una visión teleológica de los procesos sociales (a tenor de la cual existirían etapas predeterminadas en los mismos, que siempre irían produciéndose), ampliamente desacreditada en las ciencias sociales; o bien en una confianza infundada en la capacidad humana (y, en particular, de los movimientos sociales) para controlar los procesos sociopolíticos.
Dicho en plata: no cabe dudar de que la politización de la ciudadanía, su disposición a rebelarse, su sensibilización hacia las injusticias y las disfunciones del sistema político y del reparto de la riqueza, etc. sean condiciones necesarias para cualquier cambio político significativo. Pero sí cabe hacerlo, y con todo fundamento, de que sean condiciones suficientes. De manera que resulta perfectamente posible que una ciudadanía activa, rebelde, etc. se halle, sin embargo, impotente para provocar cambios políticos relevantes. Y ello, porque los mecanismos del sistema político consiguen permanecer (relativamente aislados) de la movilización ciudadana.
Traduciendo lo anterior en términos prácticos: un movimiento social (aun un movimiento social con amplísimo apoyo, como lo es el Movimento 15-M) nunca logra, más allá de su propaganda, encabezar realmente -menos aún representar- a la gran mayoría de la población; tan sólo a minorías de la misma, más o menos amplias. Es por ello por lo que (como en otra ocasión también he apuntado) elaborar discursos populistas acerca de "los de arriba" y "los de abajo" puede ser, sin duda útil, para la propaganda, así como para la autoconstitución del movimiento y de su imaginario, imprescindibles para ser eficaces en la praxis política. Pero nunca constituye una descripción correcta de la realidad sociopolítica: los movimientos agrupan a minorías y representan (en algún sentido, vago) a minorías algo más amplias. Mas la gran mayoría de los integrantes del sujeto de la soberanía permanecen, en el mejor de los casos, expectantes ante sus acciones y sus discursos. Cuando no, en proporciones significativas, desconfiados, o aun adversos.
Ello es evidente también en el caso del Movimiento 15-M: sólo hay que observar a l@s activistas y a sus discursos, bucear en la red, escuchar a un@s y a otr@s (a amigos y enemigos), para comprobar que el movimiento, por más plural que resulte, crecientemente se identifica, y es identificado, con ciertos sesgos de clase, de ideología política, de hábitos culturales, que resultan hegemónicos dentro del mismo. (Digámoslo pronto y claro: jóvenes o de mediana edad, urbanos, con estudios, cultos e informados,...) Y que, correlativamente, otros sectores de la sociedad (pongamos, por ejemplo: l@s campesin@s, l@s trabajador@s manuales con empleo estable, l@s pequeñ@s comerciantes, l@s católic@s conservador@s,...) sólo muy minoritariamente se sienten representados en el mismo. Y, consiguientemente, permanecen adheridos -más o menos- a los agentes políticos del sistema (a los partidos mayoritarios, a los medios de comunicación dominantes, etc.).
No deberíamos, por consiguiente, mezclar nuestros discursos (justificativos y propagandísticos) con nuestras descripciones acerca de la realidad social y política. Y, si de esto último se trata, entonces hay que reconocer que la incidencia del movimiento sobre el sistema político está sujeto a condiciones (causales) estrictas, que no pueden ser superadas a base de mero voluntarismo (aunque la voluntad transformadora resulte también esencial). Condiciones que acaban por conducir a la conclusión de que, en síntesis, es posible plantearse tres clases de estrategias diferenciadas. (A planteárselas, puesto que no es necesario que, en cada momento y lugar, las tres puedan resultar exitosas, en su objetivo de transformar un sistema político dado -creer otra cosa sería, de nuevo, incurrir en el defecto del voluntarismo.)
Esto es, precisamente, lo que parece estarle pasándole ahora mismo al Movimiento 15-M: cuenta con muy amplias simpatías y con apoyo social extendido, es capaz de movilizar en las calles y de hacer llegar sus discursos a los medios de comunicación, a los líderes políticos y a la ciudadanía. Y, sin embargo, a día de hoy, no ha obtenido ningún cambio político significativo (más allá de detener unos cuantos deshaucios, impedir algunas expulsiones y redadas y vigorizar las protestas contra la visita del líder de la iglesia católica... que, de todas formas, tuvo lugar tal y como estaba programada).
Es posible, por supuesto, responder a mi argumento: no es cierto, el 15-M está logrando resultados, de politización de las poblaciones, que se acabarán por comprobar a medio plazo, en términos de opinión pública, de resultados electorales, de disposición hacia la rebeldía. Todo ello es, en parte, cierto: obviamente, ningún cambio político tiene lugar inmediatamente, sino que está sujeto siempre a precondiciones y evoluciones sociales. Sin embargo, creo que la objeción se apoya bien en una visión teleológica de los procesos sociales (a tenor de la cual existirían etapas predeterminadas en los mismos, que siempre irían produciéndose), ampliamente desacreditada en las ciencias sociales; o bien en una confianza infundada en la capacidad humana (y, en particular, de los movimientos sociales) para controlar los procesos sociopolíticos.
Dicho en plata: no cabe dudar de que la politización de la ciudadanía, su disposición a rebelarse, su sensibilización hacia las injusticias y las disfunciones del sistema político y del reparto de la riqueza, etc. sean condiciones necesarias para cualquier cambio político significativo. Pero sí cabe hacerlo, y con todo fundamento, de que sean condiciones suficientes. De manera que resulta perfectamente posible que una ciudadanía activa, rebelde, etc. se halle, sin embargo, impotente para provocar cambios políticos relevantes. Y ello, porque los mecanismos del sistema político consiguen permanecer (relativamente aislados) de la movilización ciudadana.
Traduciendo lo anterior en términos prácticos: un movimiento social (aun un movimiento social con amplísimo apoyo, como lo es el Movimento 15-M) nunca logra, más allá de su propaganda, encabezar realmente -menos aún representar- a la gran mayoría de la población; tan sólo a minorías de la misma, más o menos amplias. Es por ello por lo que (como en otra ocasión también he apuntado) elaborar discursos populistas acerca de "los de arriba" y "los de abajo" puede ser, sin duda útil, para la propaganda, así como para la autoconstitución del movimiento y de su imaginario, imprescindibles para ser eficaces en la praxis política. Pero nunca constituye una descripción correcta de la realidad sociopolítica: los movimientos agrupan a minorías y representan (en algún sentido, vago) a minorías algo más amplias. Mas la gran mayoría de los integrantes del sujeto de la soberanía permanecen, en el mejor de los casos, expectantes ante sus acciones y sus discursos. Cuando no, en proporciones significativas, desconfiados, o aun adversos.
Ello es evidente también en el caso del Movimiento 15-M: sólo hay que observar a l@s activistas y a sus discursos, bucear en la red, escuchar a un@s y a otr@s (a amigos y enemigos), para comprobar que el movimiento, por más plural que resulte, crecientemente se identifica, y es identificado, con ciertos sesgos de clase, de ideología política, de hábitos culturales, que resultan hegemónicos dentro del mismo. (Digámoslo pronto y claro: jóvenes o de mediana edad, urbanos, con estudios, cultos e informados,...) Y que, correlativamente, otros sectores de la sociedad (pongamos, por ejemplo: l@s campesin@s, l@s trabajador@s manuales con empleo estable, l@s pequeñ@s comerciantes, l@s católic@s conservador@s,...) sólo muy minoritariamente se sienten representados en el mismo. Y, consiguientemente, permanecen adheridos -más o menos- a los agentes políticos del sistema (a los partidos mayoritarios, a los medios de comunicación dominantes, etc.).
No deberíamos, por consiguiente, mezclar nuestros discursos (justificativos y propagandísticos) con nuestras descripciones acerca de la realidad social y política. Y, si de esto último se trata, entonces hay que reconocer que la incidencia del movimiento sobre el sistema político está sujeto a condiciones (causales) estrictas, que no pueden ser superadas a base de mero voluntarismo (aunque la voluntad transformadora resulte también esencial). Condiciones que acaban por conducir a la conclusión de que, en síntesis, es posible plantearse tres clases de estrategias diferenciadas. (A planteárselas, puesto que no es necesario que, en cada momento y lugar, las tres puedan resultar exitosas, en su objetivo de transformar un sistema político dado -creer otra cosa sería, de nuevo, incurrir en el defecto del voluntarismo.)
Las alternativas serían las siguientes:
- La impotencia para promover el cambio (aun con reformas de detalle): El movimiento social puede limitarse a aspirar a influir sobre determinadas políticas (leyes, acciones gubernamentales, etc.) que no formen parte de las bases del sistema político (de la composición del sujeto de la soberanía, ni del reparto de poderes de decisión y de coerción, ni los criterios esenciales de gobernanza). Para ello, aspirar a que influir sobre la opinión pública y sobre los agentes políticos, para que incorporen sus demandas. Hay cambios en ciertas políticas, pero el sistema político, globalmente considerado, permanece inalterado.
Por ejemplo: el movimiento pro insumisión, o pro 0,7%, pretendían únicamente cambiar ciertas políticas del Estado español, mas no -al menos, explícitamente y a corto plazo- el funcionamiento del conjunto del sistema político.
Por ejemplo: el movimiento pro insumisión, o pro 0,7%, pretendían únicamente cambiar ciertas políticas del Estado español, mas no -al menos, explícitamente y a corto plazo- el funcionamiento del conjunto del sistema político.
- La reforma del sistema político: Un movimiento puede aspirar a reformar el sistema, sin transformarlo globalmente. Ello pasa, esencialmente, por provocar una reordenación de sus agentes. Es decir, en la práctica (en un sistema como los demoliberales occidentales contemporáneos), por alterar el sistema electoral, por provocar reagrupamientos en el electorado y en el sistema de partidos políticos; y, en su caso, también por alterar, en uno o en otro sentido, el sistema de dererechos fundamentales. En todos esos casos, el sistema político permanece, en su esencia, sin cambios significativos: quienes deciden son esencialmente los mismos, la sociedad sigue estando organizada y gobernada desde el sistema político de modo idéntico. Y, sin embargo, los procesos de toma de decisiones dentro del sistema son diferentes: grupos sociales y sensibilidades políticas antes escasamente representados lo están más (o viceversa); reinvindicaciones que antes no era posible canalizar dentro del sistema, ahora pueden serlo (o se deja de poder hacerlo).
Por ejemplo: un cambio significativo de la injusta ley electoral española, una ampliación y reconocimiento jurídico efectivo, en la constitución, de los derechos económicos, sociales y culturales, lograr la fractura de algunos de los partidos políticos que participan en el sistema político, o la integración de varios en uno solo: todas ellas serían reformas importantes del sistema político español. Pero no una transformación radical del mismo.
Por ejemplo: un cambio significativo de la injusta ley electoral española, una ampliación y reconocimiento jurídico efectivo, en la constitución, de los derechos económicos, sociales y culturales, lograr la fractura de algunos de los partidos políticos que participan en el sistema político, o la integración de varios en uno solo: todas ellas serían reformas importantes del sistema político español. Pero no una transformación radical del mismo.
- La ruptura del sistema político y su transformación: En esta alternativa, más radical, cambian los elementos más importantes de un sistema político. Cambia el sujeto de la soberanía (o -lo que es casi lo mismo- su representación efectiva dentro del sistema), cambia el reparto del poder de decisión, cambia radicalmente (no sólo el alcance de ciertos derechos, sino) la división de esferas entre lo público y lo privado, cambian criterios esenciales de gobernanza (de la economía, de la vida familiar, de la desviación social,...). Desde luego, el cambio puede ser más o menos amplio, tanto en intensidad (cuánto cambia cada uno de estos elementos esenciales del sistema, en comparación con la situación anterior) como en extensión (si cambian todos los elementos, o sólo alguno de ellos).
Por ejemplo: lograr incorporar a l@s inmigrantes residentes al cuerpo electoral, introducir amplios mecanismos de democracia participativa (referéndum vinculante, foros abiertos, iniciativa legislativa popular, presupuestos participativos, etc.) y deliberativa (racionalización de los procesos legislativos, obligaciones de debate y justificación de los proyectos legislativos y acciones gubernamentales, control de la imparcialidad de los medios de comunicación, etc.), alterar en profundidad los mecanismos a través de los que se exige la responsabilidad política, controlar radicalmente la influencia de los grupos de presión en la acción gubernamental y legislativa, así como en la financiación de los partidos y las campañas electorales, limitar en serio las "puertas giratorias" entre sector público y empresa privada, someter a la gran empresa a la planificación económica indicativa (que la constitucion española prevé y permite, por cierto)... Todas ellas constituirían transformaciones mayores del sistema político, no meras reformas de algún elemento del mismo.
Cualquiera de las tres alternativas está, en principio, abierta, en tanto que opción estratégica para los movimientos sociales. No obstante, es obvio que cada una de ellas posee sus requerimientos a la hora de diseñar las acciones políticas (y, consiguientemente, acaban por incidir de forma diferente sobre la identidad y los discursos del propio movimiento). En todo caso, creo que hay que apuntar que, en mi opinión, solamente la primera de las alternativas es factible sin quebrantar los límites (legales) que el propio sistema político impone. Parece posible, en efecto, a veces lograr cambios en políticas específicas en determinadas áreas tan sólo a través de la influencia en la opinión pública y en los agentes políticos del sistema (medios de comunicación, partidos, grupos de presión, cuerpos legislativos, órganos administrativos), sin infringir el orden jurídico. O, a lo sumo, cometiendo infracciones que permanezcan relativamente impunes, dada la tolerancia social de la que gozan (estoy pensando, por ejemplo, en la actitud, comparativamente benigna, de los jueces hacia el movimiento pro insumisión en los años ochenta, al menos cuando el mismo se hubo popularizado).
Cualquier cambio de mayor calado acaba por exigir acciones más radicales, que necesariamente acaban por salirse de los márgenes permitidos por el propio sistema político (y jurídico). Así, en concreto, creo que la historia nos demuestra que no es posible ni reformar ni romper y transformar ningún sistema político tan sólo con movilización callejera. Al menos, si la misma no es capaz de traspasar los límites legales, pasando del estado de manifestacion al de motín, al de desobediencia civil, al de ocupación, al de huelga,... De nuevo, el empleo de algunos de tales medios no constituye una condición suficiente, pero sí una necesaria, para lograr el cambio. Pues sólo acciones de tal índole acaban por provocar realineamientos políticos en la sociedad (con la consiguiente alternación del reparto del poder) y cuestionamientos, dentro del propio sistema político, de si sus bases no deben ser alteradas.
Lo acabamos de ver, de forma comparada, en Grecia y en Egipto: en Grecia, miles y miles de manifestantes no fueron capaces de cambiar la forma de decidir las políticas del país; en Egipto, sólo cuando se pasó de la fase de mera manifestación en la calle a actos más contundentes (ocupaciones, huelgas, motines), el sistema político ha sido transformado.
Todas estas acciones, a su vez, exigen diferentes niveles de articulación sociopolítica de un movimiento. En efecto, lo que es suficiente para manifestarse en la calle (una cierta solidaridad e identidad comunes, bastante laxas, un mismo discurso, un mínimo de organización) resulta claramente pobre cuando hay que ocupar un espacio de forma permanente, cuando hay que enfrentarse a la represión policial o a la coacción empresarial. En general, a mayor radicalidad de las formas de acción empleadas, mayor nivel de organización es necesaria (pero, al tiempo, más dificultoso es lograrla). Y a mayor radicalidad de los objetivos perseguidos, más sólida ha de ser la cohesión del movimiento (pero, entonces, más difícil le será alcanzar el apoyo de otros sectores sociales y políticos -salvo que, casualmente, los mismos estén a su vez quebrantados, por cualquier circunstancia, económica, política o cultural). Y, de cualquier forma, parece importante ser capaces de determinar con relativa nitidez qué es lo que se persigue (en cada momento, puesto que, obviamente, los movimentos evolucionan y cambian).
Esto es, me parece, lo que la evidencia empírica demuestra. Por supuesto, cada una de las alternativas tiene sus ventajas y sus inconvenientes, así como su valoración moral, y no me corresponde a mí realizar pronunciamientos en un sentido o en otro: las decisiones sobre la acción polìtica han de ser adoptadas por el sujeto (colectivo) que ha de protagonizarlas, no por los "sabios" en sus gabinetes. Sin embargo, sí es importante que ningún movimiento que se precie de político, a la hora de adoptar sus decisiones, ignore las realidades de la dinámica sociopolítica: lo que es posible y lo que no lo es; y cómo se vuelve posible lo que lo es. Pues, como decía antes, lo demás es puro voluntarismo. Y, a estas alturas de la historia, sabemos ya que el voluntarismo irracional ha costado mucho, en fracasos objetivos y en decepciones subjetivas, a todos los movimientos políticos transformadores que en el mundo han sido.
Por ejemplo: lograr incorporar a l@s inmigrantes residentes al cuerpo electoral, introducir amplios mecanismos de democracia participativa (referéndum vinculante, foros abiertos, iniciativa legislativa popular, presupuestos participativos, etc.) y deliberativa (racionalización de los procesos legislativos, obligaciones de debate y justificación de los proyectos legislativos y acciones gubernamentales, control de la imparcialidad de los medios de comunicación, etc.), alterar en profundidad los mecanismos a través de los que se exige la responsabilidad política, controlar radicalmente la influencia de los grupos de presión en la acción gubernamental y legislativa, así como en la financiación de los partidos y las campañas electorales, limitar en serio las "puertas giratorias" entre sector público y empresa privada, someter a la gran empresa a la planificación económica indicativa (que la constitucion española prevé y permite, por cierto)... Todas ellas constituirían transformaciones mayores del sistema político, no meras reformas de algún elemento del mismo.
Cualquiera de las tres alternativas está, en principio, abierta, en tanto que opción estratégica para los movimientos sociales. No obstante, es obvio que cada una de ellas posee sus requerimientos a la hora de diseñar las acciones políticas (y, consiguientemente, acaban por incidir de forma diferente sobre la identidad y los discursos del propio movimiento). En todo caso, creo que hay que apuntar que, en mi opinión, solamente la primera de las alternativas es factible sin quebrantar los límites (legales) que el propio sistema político impone. Parece posible, en efecto, a veces lograr cambios en políticas específicas en determinadas áreas tan sólo a través de la influencia en la opinión pública y en los agentes políticos del sistema (medios de comunicación, partidos, grupos de presión, cuerpos legislativos, órganos administrativos), sin infringir el orden jurídico. O, a lo sumo, cometiendo infracciones que permanezcan relativamente impunes, dada la tolerancia social de la que gozan (estoy pensando, por ejemplo, en la actitud, comparativamente benigna, de los jueces hacia el movimiento pro insumisión en los años ochenta, al menos cuando el mismo se hubo popularizado).
Cualquier cambio de mayor calado acaba por exigir acciones más radicales, que necesariamente acaban por salirse de los márgenes permitidos por el propio sistema político (y jurídico). Así, en concreto, creo que la historia nos demuestra que no es posible ni reformar ni romper y transformar ningún sistema político tan sólo con movilización callejera. Al menos, si la misma no es capaz de traspasar los límites legales, pasando del estado de manifestacion al de motín, al de desobediencia civil, al de ocupación, al de huelga,... De nuevo, el empleo de algunos de tales medios no constituye una condición suficiente, pero sí una necesaria, para lograr el cambio. Pues sólo acciones de tal índole acaban por provocar realineamientos políticos en la sociedad (con la consiguiente alternación del reparto del poder) y cuestionamientos, dentro del propio sistema político, de si sus bases no deben ser alteradas.
Lo acabamos de ver, de forma comparada, en Grecia y en Egipto: en Grecia, miles y miles de manifestantes no fueron capaces de cambiar la forma de decidir las políticas del país; en Egipto, sólo cuando se pasó de la fase de mera manifestación en la calle a actos más contundentes (ocupaciones, huelgas, motines), el sistema político ha sido transformado.
Todas estas acciones, a su vez, exigen diferentes niveles de articulación sociopolítica de un movimiento. En efecto, lo que es suficiente para manifestarse en la calle (una cierta solidaridad e identidad comunes, bastante laxas, un mismo discurso, un mínimo de organización) resulta claramente pobre cuando hay que ocupar un espacio de forma permanente, cuando hay que enfrentarse a la represión policial o a la coacción empresarial. En general, a mayor radicalidad de las formas de acción empleadas, mayor nivel de organización es necesaria (pero, al tiempo, más dificultoso es lograrla). Y a mayor radicalidad de los objetivos perseguidos, más sólida ha de ser la cohesión del movimiento (pero, entonces, más difícil le será alcanzar el apoyo de otros sectores sociales y políticos -salvo que, casualmente, los mismos estén a su vez quebrantados, por cualquier circunstancia, económica, política o cultural). Y, de cualquier forma, parece importante ser capaces de determinar con relativa nitidez qué es lo que se persigue (en cada momento, puesto que, obviamente, los movimentos evolucionan y cambian).
Esto es, me parece, lo que la evidencia empírica demuestra. Por supuesto, cada una de las alternativas tiene sus ventajas y sus inconvenientes, así como su valoración moral, y no me corresponde a mí realizar pronunciamientos en un sentido o en otro: las decisiones sobre la acción polìtica han de ser adoptadas por el sujeto (colectivo) que ha de protagonizarlas, no por los "sabios" en sus gabinetes. Sin embargo, sí es importante que ningún movimiento que se precie de político, a la hora de adoptar sus decisiones, ignore las realidades de la dinámica sociopolítica: lo que es posible y lo que no lo es; y cómo se vuelve posible lo que lo es. Pues, como decía antes, lo demás es puro voluntarismo. Y, a estas alturas de la historia, sabemos ya que el voluntarismo irracional ha costado mucho, en fracasos objetivos y en decepciones subjetivas, a todos los movimientos políticos transformadores que en el mundo han sido.
(Más sobre la desobediencia civil como estrategia de resistencia y transformación: