Constituye un lugar común el que la risa constituye un revulsivo; y, por ende, cuando menos, la sombra de una crítica acerca de aquello de lo que versa. Sobre esta idea básica se han fundado cientos o miles de articulaciones, intelectuales y/o estéticas sobre el género cómico: desde Il nome della rosa hasta las elucubraciones de Bakhtin, desde la conceptuación de lo carnavalesco hasta la valoración del cine cómico, y en general de todo el género cómico, por parte de los intelectuales y artistas.
Como tantos otros lugares comunes, sin embargo, éste es también tan sólo una verdad a medias. Veámoslo con algunos ejemplos de cine (aunque podrían valernos también ejemplos paralelos del ámbito literario):
Puede ser cierto para los casos de Charles Chaplin o de Billy Wilder: ambos, en efecto, emplearon su vis comica con el objetivo de (a través de procedimientos, narrativos y visuales, radicalmente diferentes) poner en solfa a instituciones sociales tenidas por respetables. Puede serlo también, acaso (aunque con mayores dudas), para los cultivadores de la comedia del absurdo (pongamos por caso: Buster Keaton, los Marx Brothers o Jerry Lewis), que, de un modo ciertamente oblicuo (y, por ello, ambiguo), exponen contradicciones y oquedades en los discursos y en las prácticas generalmente asumidas.
En todo caso, desde luego, la afirmación no puede ser generalizada. Pues, en efecto, existen al menos dos categorías de comedia (de comedia pura, quiero decir: no me referiré aquí a hibridaciones genéricas tan problemáticas desde muchos puntos de vista como la comedia romántica, la comedia dramática, la comedia deportiva, la comedia musical, etc.) que no caben en el discurso de la función crítica de la comedia. Me refiero, por una parte, a la comedia sobre la diferencia, tal vez el subgénero más frecuentado (y, sin duda, el más popular –populachero) en la historia de la comedia, en el que un individuo o grupo “diferente” (esto es: etiquetado como distinto y como peor, en el imaginario hegemónico) es objeto de chanzas, más o menos ligeras, más o menos ponzoñosas. Es difícil hallar ejemplos ilustres de este subgénero en estado puro. Y ello, porque, casi por naturaleza (esto es: por educación y por capacidad expresiva), los creadores de expresiones culturales consideradas “superiores” tienden a ocultar mucho más sutilmente su racismo, su sexismo, su clasismo y sus demás ideologías discriminatorias, detrás de una pátina de elegancia. Así, uno puede hallar, sin duda alguna, elementos de sexismo en –por ejemplo- una comedia de Howard Hawks. Pero, para encontrar con un ejemplar puro de comedia de la diferencia, hay que recurrir a películas de directores tan zafios como Mariano Ozores o Francis Veber. No lo olvidemos, sin embargo: son la mayoría de las comedias que se consumen, en cualquier momento histórico que consideremos.
Ahora, no obstante, quiero detenerme en la otra forma de subgénero de comedia que no implica la crítica, sino todo lo contrario: quiero detenerme en el subgénero de la comedia apologética. Se trata, en efecto, de comedias que versan sobre las dificultades para preservar, en la acción de cualquier institución social, los objetivos originarios para los que la cual fue creada. Y que, al cabo, propone acciones (de índole individual y/o estructural) para lograr un retorno a la coherencia teleológica en la institución. Y, así, reforzarla.
Obviamente, el ejemplo paradigmático de este subgénero es (buena parte de) la obra de Frank Capra: desde Meet John Doe hasta Mr. Smith goes to Washington, desde It’s a wonderful life hasta You can’t take it with you, desde Mr. Deeds goes to town hasta State of the Union, sus comedias repasan una y otra vez los defectos de realización de las instituciones sociales de la sociedad capitalista desarrollada (occidental) y ensayan soluciones, compatibles con las mismas y con la preservación del modelo social, que (pretendidamente) las enriquecerán y mejorarán. No importa si la solución estriba en un individuo arrojado que se distancie de la masa, o bien en una acción colectiva, o –casi siempre- en una combinación de ambas soluciones. Lo importante, en cualquier caso, es que cualquiera que sea la solución propuesta al dilema institucional planteado en la narración, nunca implica una superación o una destrucción de la institución (de la economía de mercado y libre empresa, de la familia, de la comunidad perfectamente integrada, de la representación política,…), sino su mejoramiento, en tanto que aproximación entre su “espíritu” (los objetivos que –al menos, aparentemente- persigue) y su praxis.
Obviamente, la comedia apologética ha de sostener, en una u otra forma, un discurso eminentemente voluntarista (en lo descriptivo) y moralista (en lo prescriptivo) acerca de la realidad social: la estructura social es obra de la voluntad humana, por lo que también dicha voluntad, correctamente orientada, puede transformarla según sus deseos; y, por consiguiente, depende de tod@s y de cada un@ de nosotr@s, de nuestras decisiones, el que la realidad social se transforme en uno u otro sentido, o permanezca inmodificada. De este modo, podemos razonablemente enjuiciar a los sujetos en atención a su mayor o menor compromiso con el cambio institucional (y social) en un sentido moralmente deseable.
A veces, algunas veces, la comedia apologética es capaz de emocionarnos y de ilusionarnos: tod@s queremos creer en el libre albedrío, en que nuestro mundo injusto no es un destino eterno, que está en nuestras manos el cambiarlo y volverlo mejor, con un poco de buena voluntad… Todos, algunas veces, deseamos creernos ese discurso voluntarista y moralista, hasta cuando sabemos que, en su simplismo, resulta completamente falso, además de ideológico (al ocultar los obstáculos estructurales infranqueables sin transformaciones revolucionarias, naturalizando entonces las estructuras e instituciones sociales existentes).
Yo, lo confieso, puedo emocionarme con It’s a wonderful life, identificándome con el aciago destino de George Bailey (James Stewart); y aún más con la imaginación de la posibilidad de una (quimérica) acción colectiva espontánea de toda una comunidad, en solidaridad con sus desvelos. Aun cuando, por supuesto, cuando abandono el ensueño narrativo, recuerdo las sabias palabras de Kart Marx, confirmadas luego por los estudios de la Sociología: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”.
(Por lo demás, debo recordar que el discurso voluntarista y moralista propio de la comedia apologética no le pertenece en exclusiva. Hay también otro subgénero, dotado de una significación política muy diferente, como también de distinta composición dramática y narrativa, que lo sostiene constantemente: me refiero, claro está, al complejo estético conocido bajo la denominación de “realismo socialista”, cuando se ocupa de la narración.)
De cualquier modo, hacer una comedia apologética es un arte que no está al alcance de cualquiera. Exige, en efecto, una capacidad para transmitir vigor narrativo a la trama, la suficiente identificación emocional con los protagonistas al espectador(a) y una medida composición visual (a través de un montaje que seleccione los planos justos, sin caer en un exceso de redundancia, que ahogaría a la narración y al discurso). Porque sólo en esas condiciones la forma de la película transmitirá de forma (razonablemente) adecuada aquello que pretende transmitir.
¿Quieres un ejemplo, una muestra (en negativo) de que no es tan fácil? Véase detenidamente la película Luna de Avellaneda (Juan José Campanella, 2004), prototípica comedia apologética, y se podrá observar todo lo que no funciona en ella, en tanto que narración y discurso de tales características, y que sí que funcionaba razonablemente en las películas de Capra. Porque, como siempre, el cine (el arte) no es sólo contenido, sino también forma: forma que revela (un contenido).