Vuelvo a ver ayer este clásico de Edgar G. Ulmer. La leyenda de esta película es conocida: cine negro, de ínfimo presupuesto, una historia de azares fatales, predominio de la voz en off y del punto de vista del protagonista, Al Roberts (Tom Neal), que se dirige directamente al espectador, interactuando con él; una suerte de pesadilla -tanto en lo narrativo como en lo visual- sobre la imposibilidad de controlar el propio destino...
Todo ello es sabido. Sin embargo, vuelta a revisar, acaso lo más llamativo de la película sea que, en realidad, prácticamente no se nos muestra nada. (Sin duda, por falta de medios, en buena medida... Aunque el talento del director para volver verosímil el recurso retórico empleado resulta, entonces, fundamental.) En efecto, ¿qué es lo que verdaderamente vemos y oímos? Vemos a un individuo yendo y viniendo, haciendo algunos gestos, hablando, moviéndose y agitándose; a veces, en compañía de algún otro personaje. Oímos alguna conversación y la voz en off con sus reflexiones. Pero, a diferencia de lo que suele ocurrir en el cine negro, no vemos realmente muertes, homicidios, acciones violentas, grandes acontecimientos. Se nos dice que Charles Haskell Jr. (Edmund MacDonald) y que Vera (Ann Savage) han muerto, a manos de Roberts. Se nos dice, pero en verdad no lo vemos, solamente vemos sus cuerpos caídos. Se nos dice que Roberts se enfrenta a la fatalidad... se nos dice, porque tenemos que creer en la voz en off -que nos interpela, como espectador@s, reiteradamente- para dar por verdadera la afirmación.
En suma, desde el punto de vista estético (con mucho, me parece, el más relevante para apreciar esta película, que resulta extremadamente escueta desde el punto de vista narrativo, y no particularmente original), lo interesante es el experimento de dejar que todas las enormidades que la película nos narra (el destino, el azar, la fatalidad, el mundo social como jungla, la desesperanzada vida de los pobres,... en fin, una suerte de tragedia) sean construidas, casi exclusivamente, a partir de unos pocos indicios sensoriales (y, no hay que olvidarlo, de nuestro propio imaginario, individual y social, construido a partir de experiencias que, si no equiparables, sí resultan similares a las que el desvalido Al Roberts tienen que sufrir) por parte del propio espectador(a). Unas sombras, unas voces, algunos movimientos, bastan para evocar todo un universo.
¡Gran lección en tiempos en que el cine (no sólo el más comercial, sino también buena parte del "cine independiente" y del "cine de festivales") parecen caminar más bien por la cómoda avenida de la explicitud!