Esta película de bajo presupuesto (como todas las dirigidas por Ulmer) puede, a mi entender, ser apreciada fundamentalmente bajo dos puntos de vista:
En primer lugar, desde el punto de vista formal, resulta destacable, por una parte, la excelente interpretación del protagonista (el asesino, Gaston Morell, un pintor y titiritero) de John Carradine. Y, por otra parte, los esfuerzos de Ulmer para transmitir, con sus escasos recursos, la sensación de desequilibrio y ansiedad (antes que de inquietud), a través de composiciones irregulares -conforme al canon del cine clásico- de los planos, de picados y contrapicados, así como de el montaje de primerísimos planos de los ojos y de las manos del asesino y de primeros planos de los rostros aterrorizados de sus víctimas
Esto nos lleva al otro aspecto relevante que veo en la película, este ya en el plano temático: que está enfocada principalmente (aunque sin un completo rigor) desde la perspectiva del asesino, a quien se sigue -principalmente- a través de sus vicisitudes y sentimientos. En este sentido, la explicación final de Morell ante Lucille (Jean Parker) viene a constituir una puesta en palabras (e imágenes, a través del flashback correspondiente que acompaña a la voz en off del protagonista) de las obsesiones que a lo largo de toda la película ha dejado entrever: una sintética combinación de misoginia, neurosis sexual y sublimación de la misma a través del idealismo estético (esto es: el amor y la belleza como ideales, las mujeres reales como seres sucios y sexuados, que enturbian el ideal,...). No es fácil hallar en la película condena alguna a la actitud de Morell (tampoco enaltecimiento), sino más bien la descripción ajustada y esquemática de esta fantasía masculina (muy peligrosa y opresiva para las mujeres, por más que, en el ámbito artístico, haya dado lugar a excelsas obras de arte: piénsese, sin ir más lejos, en Salvador Dalí).