Incluso prescindiendo de su
contexto político, la Sentencia del Tribunal Supremo que condena a Álvaro
García Ortiz por delito de revelación de información reservada llama
poderosamente la atención desde el punto de vista estrictamente jurídico. Por dos
razones:
1ª) Por la extraña manera en la que trata la presunción de inocencia del acusado. Siendo evidente que no existe ninguna prueba directa de su culpabilidad, el razonamiento del tribunal para considerarle culpable resulta sorprendente: se argumenta que para admitir una duda razonable y absolver, sería necesario que la prueba de descargo fuese “suficiente” o “razonable”; de lo contrario, no se la debería estimar.
El tribunal
invierte así la presunción de inocencia (que exige que la acusación demuestre la
culpabilidad) y, como piensa que las pruebas de descargo presentadas son
insuficientes, infiere que el acusado tiene que ser culpable. Para ello,
acumula una serie de indicios acusatorios que, aun todos juntos, distan mucho
de poder acabar con la duda: ¿que el Fiscal General borró sus dispositivos
electrónicos? ¿que no contestó a las acusaciones? ¿que no se ha encontrado otro
posible responsable de la filtración? Todo ello podría considerarse, a lo sumo,
sospechoso. Pero, ¿es una prueba contundente, más allá de toda duda razonable,
de la filtración de los correos electrónicos?
Con estos mimbres
jurídicos, condenar penalmente a una de las primeras autoridades del Estado ha
de juzgarse como una auténtica temeridad. En el mejor de los casos.





