A raíz del proceso de aprobación de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual, y de sus ulteriores vicisitudes (revisión de penas impuestas, reforma posterior, etc.), se ha producido en España (tanto en el debate político y en los medios de comunicación como en la doctrina jurídico-penal) un amplio debate sobre el papel y la justificación de introducir en la regulación del delito de agresión sexual una cláusula que indique cómo ha de ser el consentimiento que excluye la tipicidad de las conductas en este delito.
Lo cierto, sin embargo, es que buena parte del debate (no solo político y mediático, sino también doctrinal) se ha visto, a mi entender, exageradamente condicionado por su politización: de un lado, en muchas de las críticas a esta novedad legislativa han sido visibles los resabios machistas (o, cuando menos, antifeministas) y el conservadurismo de quienes opinaban; del otro, buena parte de las defensas de la reforma han pecado de demagógicas, como si la nueva regulación (y, en concreto, la introducción de una cláusula sobre los requisitos del consentimiento en el art. 178.1 CP) constituyese un cambio radical en el modelo de protección de la libertad sexual en nuestro ordenamiento. Somos bastantes, creo, quienes no nos hemos sentido representados/as en ninguna de estas posiciones, demasiado sesgadas desde el punto de vista político (incluso aquellas con las que más se puede simpatizar en principio, las preocupadas por proteger mejor la libertad sexual de las mujeres) y no tan atentas a los aspectos técnicos de la regulación.
Es por esto por lo que me ha resultado tan placentero leer el artículo de Carlos Castellví Monserrat que enlazo más arriba (publicado en el último tomo, el LXXVII, correspondiente al año 2024, del Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales). Porque en él se presenta un análisis dogmático riguroso de la nueva regulación del delito de agresión sexual y de los efectos que la introducción de la cláusula sobre el consentimiento en el art. 178 CP. Señalando cómo dicha introducción produce efectos reales, pero no revolucionarios, que, sin embargo, contribuirán (si -¡un gran si!- son efectivamente tomados en serio por los tribunales) a mejorar la protección de la libertad sexual de todas las personas. Y, señaladamente, de las mujeres, puesto que, como el autor apunta, parece evidente que los sesgos de género (machistas) siguen actuando con fuerza en la interpretación de la cuestión del consentimiento en materia de actividad sexual en nuestra sociedad, por lo que una regulación que resulte más cuidadosa a la hora de tomar en consideración el valor de dicho consentimiento y de sus formas de manifestación puede contribuir, sin duda alguna, a proteger mejor esa libertad.
Una vez más, una prueba de que la mejor dogmática, hecha con rigor y con sensibilidad político-criminal, constituye una herramienta imprescindible en la lucha por que la actuación del sistema penal sea guiada por criterios y límites máximamente racionales, y no por un decisionismo intuitivo (tampoco por un decisionismo sedicentemente "progresista").
Una lectura altamente recomendable, pues.