Repasando ayer la más reciente jurisprudencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo español, me he encontrado la Sentencia 5222/2024, de 28 de octubre (ponente: A. del Moral García), que examina la naturaleza de los delitos de amenazas. En su Fundamento de Derecho Tercero afirma:
"Estamos ante un delito de peligro hipotético. No porque las amenazas puedan o no cumplirse; sino porque no se exige que se produzca una efectiva perturbación del ánimo del amenazado o una afectación de su sentimiento de seguridad. El delito de amenazas se consuma con la recepción por parte del destinatario del mensaje intimidatorio, aunque por su entereza de ánimo, su carácter, por sentirse protegido o por otras mil eventuales razones, no haya incidencia real en lo que se quiere proteger: la sensación de tranquilidad y seguridad. Por tanto, no es un delito de resultado (…)"
Como puede verse, el tribunal razona del siguiente modo: si el delito de amenazas se consuma con la recepción del mensaje amenazante por parte del destinatario, entonces el delito de amenazas no es un delito de resultado, sino uno de mera actividad; y, entonces, tampoco es un delito de lesión, sino de mero peligro hipotético (quiere decir un delito de peligrosidad abstracta). Porque -supongo que hay que entender- la lesión del bien jurídico protegido (la libertad) solo tiene lugar si el receptor del mensaje amenazante altera su comportamiento, como consecuencia de la amenaza recibida. Y esto, ciertamente, no es necesario para la consumación del delito, según nuestro Código Penal.
Obsérvese que, contradiciendo cualquier teoría de la clasificación correcta, se están equiparando dos categorías que son heterogéneas entre sí. De una parte, la de delito de mera actividad (un tipo penal que se consuma con la finalización de la acción delictiva -aquí, la realización de la conducta amenazante- y sin necesidad de que esta tenga consecuencias ulteriores -aquí, sobre la conducta de la persona amenazada), que se contrapone a la del delito de resultado (en el que las ciertas consecuencias ulteriores de la acción delictiva son declaradas relevantes -para la consumación del delito- por el legislador, convirtiéndolas en el resultado típico). Es esta una distinción de naturaleza principalmente fáctica: ¿cómo describe la ley el delito consumado, se refiere solamente a una conducta o también a (algunas de) las consecuencias ulteriores causadas por la misma?
De otra parte, la categoría de delito de peligro no tiene que ver con nada de lo anterior, sino con la cuestión (valorativa, no fáctica) de si el delito consumado daña ya efectivamente al bien jurídico protegido o, por el contrario, únicamente aumenta la probabilidad de que tal daño se produzca, pero sin causarlo.
De manera que existen delitos de lesión que son de resultado (homicidio) y también delitos de lesión de mera actividad (falso testimonio). Como -se suele sostener- que hay delitos de peligro que son de resultado (se afirma, así, que los delitos de peligro concreto son delitos de resultado: de resultado de peligro -el delito de conducción temeraria, por ejemplo, en Derecho español); y, desde luego, los hay que son de mera actividad (conducción bajo influencia de bebidas alcohólicas).
¿Y qué ocurre con el delito de amenazas? Como en otro lugar he estudiado con más detenimiento y profundidad, si hay que entender que los delitos de amenazas, en el Derecho español, pretenden proteger la libertad individual de decisión sobre la propia conducta, entonces hay que interpretar que, ciertamente, el hecho de que la persona amenazada cambie o no su conducta a consecuencia de la amenaza no puede ser decisivo para la consumación del delito. Pues una persona amenazada (es decir, una persona que ha comprendido que lo está siendo) verá afectada su libertad de decisión tanto si desprecia la amenaza como si finalmente se pliega a ella: cualquier individuo (racional) tiene que tomar seriamente en consideración una amenaza creíble recibida, aun si finalmente opta por hacer caso omiso de la misma; precisamente, esa obligación de considerar si debe o no plegarse a la amenaza es la interferencia en su libertad que la amenaza necesariamente ocasiona. (Es cierto que la interferencia es todavía mayor si la persona amenazada, efectivamente intimidada, opta por plegarse a la amenaza, modificando su conducta. Pero el daño existe ya incluso si no lo hace.)
Así pues, se puede entender, en efecto, que el delito de amenazas se consuma, en nuestro Derecho, con la recepción (en el sentido semiótico: por la comprensión) del mensaje amenazante por su destinatario. Y que, por consiguiente, nos hallamos ante un delito de mera actividad, no de resultado. Sin embargo, ello nada tiene que ver con la cuestión de que sea un delito de peligro. Todo lo contrario: la recepción de la amenaza por parte de la persona amenazada sin duda alguna interfiere ya en su libertad de decisión y, consiguientemente, la causa un daño (menor que si se llega a plegar a la amenaza, pero efectivo). Peligro existe, por lo tanto, únicamente en la etapa anterior, en la de tentativa: cuando el autor de la amenaza la está elaborando o está esforzándose por hacérsela llegar a su víctima. En este momento sí que existe una puesta en peligro de la libertad, aún no efectivamente lesionada, en tanto la víctima no tenga conocimiento del mensaje.
(No hace falta que señale que concebir las amenazas como un delito de lesión, y no de mero peligro -menos aún de peligrosidad abstracta- tiene importantes consecuencias no solo teóricas, sino también prácticas: en materia de formas imperfectas de ejecución y actos preparatorios, de desistimiento, de legítima defensa, de participación, de determinación de la pena,...)
En todo caso, más allá de la interpretación que acabo de exponer (y que me parece la más convincente, tanto desde el punto del respeto al tenor literal del texto legal como desde la perspectiva político-criminal), lo que resulta más llamativo es el error categorial del Tribunal Supremo, al mezclar de un modo poco fundamentado dos clasificaciones de los tipos penales que, aunque posean alguna relación, son claramente diferentes y heterogéneas entre sí. (Sobre dicha heterogeneidad, vid. Luzón Peña, D. M.: Derecho Penal. Parte General, 3ª ed., BdeF, Buenos Aires/ Montevideo, 2016, pp. 285-288, 291-293.)