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jueves, 10 de octubre de 2024

Misanthrope (Damian Szifron, 2023)



Misanthrope
es la primera película que el director argentino Damián Szifron realiza dentro de la industria cinematográfica norteamericana. En principio, se trata de uno más de las decenas de historias criminales en las que un equipo de policías han de localizar a un asesino obsesivo y trastornado. Y efectivamente, la película incorpora prácticamente todos y cada uno de los tópicos del subgénero, tanto en el plano temático (policías incomprendidos, de personalidades problemáticas, capaces de identificarse con las obsesiones del asesino, asesino con problemas de socialización, ineficacia generalizada de las agencias encargadas de hacer cumplir la ley, víctimas ignotas e irrelevantes,... ) como en el formal (luces y sombras, espacios cerrados y fantasmales, cámara que apuesta por aumentar la tensión en momentos determinados -y narrativamente culminantes...), Se trata, pues, de un (espléndido) ejemplar de cine de género, con toda su capacidad para entretener y fascinar.

Y, sin embargo, la película va también bastante más allá de dichos tópicos genéricos. (Y es esta la razón por la que traigo aquí a colación.) Pues, al tiempo que narra una prototípica historia de investigación policial, Misanthrope es también además una excelente, y desgarradora, reflexión acerca de la marginación social; y, asimismo, del papel que el Derecho Penal y el sistema penal cumplen en construir y mantener dichas estructuras de marginación.

En efecto, en Misanthrope el asesino en serie, Dean Possey (Ralph Ineson), tiene su origen en un niño que sufrió una seria lesión cerebral en un casual accidente y que, desde entonces, perdió la capacidad de adaptación a las demandas de la vida en sociedad (trabajo, dinero, relaciones sociales, interacción con los demás, presencia pública, presentación de una identidad aceptable para terceros, etc.). Y que, debido a ello, sufrió acoso escolar, incapacidad para encontrar un puesto de trabajo adecuado, humillaciones,... Y que, por todo esto, sufre muchísimo. Y expresa su dolor y su frustración matando a individuos aparentemente (falsamente) felices: embelesados en un universo de consumismo, lucha por ascender socialmente, por poseer cosas, por ostentarlas, por adquirir prestigio y capital social,... Objetivos todos ellos completamente fuera del alcance de Dean. Que, de este modo, pretende expresar su rechazo hacia una forma de vida que para él es imposible (y que, quizá por esta causa, para reducir la correspondiente disonancia cognitiva, manifiesta despreciar). El asesino es, pues, un pobre individuo, condenado a la marginación y a la infelicidad por una combinación de mala suerte y de crueldad social. Se aleja así la película del retrato tópico y simplista (¡y sensacionalista!) que, disfrazado de psicologismo, suele realizar el cine norteamericano más comercial de los asesinos en serie que figuran como los villanos de tantas películas del subgénero.

Y, por lo demás, ante un fenómeno criminal tan específico en sus causas y en sus manifestaciones, el sistema penal queda retratado en la película como una máquina perfectamente inútil, tanto para identificar al infractor como -mucho más- para tratarle. Para identificarle: Misanthrope describe magistralmente la tendencia policial a trabaja sobre la base de estereotipos de criminalidad (frecuentemente plagados de presupuestos ontológicos harto dudosos, cuando de prejuicios indefendibles), que conducen a buscar ciertos perfiles de potenciales criminales, en detrimento del examen de las características específicas e individuales del delito y del delincuente. Pero también para tratarle: como la historia narrada en la película deja meridianamente claro, el sistema penal es la peor -o, al menos, una de las peores- alternativas para tratar con personas con problemas de personalidad tan agudos como el protagonista, Dean; a quien solo se ofrece represión (policial, carcelaria, psiquiátrica) y, en última instancia, la violencia de la incapacitación y el exterminio.

Por supuesto, el caso de Dean es extremo (puesto que la gran mayoría de los delincuentes en nuestra sociedad no obedecer a un perfil tan patológico como el protagonista de esta película). Pero, en realidad, no viene más que a retratar (exagerándolo un tanto) la extrema dificultad con la que nuestras sociedades se enfrentan a los fenómenos más extremos de desviación social. Parecería que, en ellas, la valoración del grado de responsabilidad efectiva del agente sobre sus conductas se da por supuesta, sin entrar siquiera a considerar la posibilidad de que en ocasiones tal responsabilidad sea dudosa. De manera que todo infractor debe ser culpado, segregado y estigmatizado. Y, en último extremo, exterminado: bien físicamente, mediante la violencia, o bien al menos socialmente, apartándolo y recluyéndolo. El diálogo, la comprensión, la mediación, la reparación, la ayuda,... en suma, las soluciones no violentas, todas ellas parecen estar fuera de lugar: el sistema penal casi siempre las impide -o, en el mejor de los casos, las dificulta gravemente. Porque difícilmente el sistema penal suelta su presa: el individuo (socialmente marginado, primero y, luego) etiquetado.

Una película entretenida, por lo tanto. Pero también triste, desoladora en su retrato de las sociedades desarrolladas contemporáneas y del funcionamiento de su poder penal. (Empleando para ello, ciertamente, los casos más extremos: un asesino en serie y el sistema penal norteamericano.) Que hace pensar.




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